Ya se sabe, nunca fue una doncella fácil
la Capital Federal para el peronismo. Perón tuvo que recurrir a un dibujante
que rediseñó los barrios y el sistema para mejorar sus chances en las
elecciones legislativas y presidenciales de la gran ciudad. Hubo, desde 1946,
muchos intendentes peronistas -el último fue Jorge Domínguez, después de Saúl
Bouer, quien sucedió a Carlos Grosso-, pero eso se debió a que la Constitución
de 1853 erigía elector inapelable al dedo del Presidente. Recién la Constitución
de 1994 convirtió en electiva a la máxima autoridad porteña, bautizada con el
pomposo, ridículo e incómodo nombre de jefe de Gobierno, cúspide a la cual,
en la nueva etapa -la de los votos- ningún peronista se arrimó. Sólo
devinieron jefes de Gobierno el radical Fernando de la Rúa, una vez, y el
centroizquierdista de partido holográfico Aníbal Ibarra, dos veces.
Para que un peronista sea sucesor de Ibarra, en 2007, en 2011
o en 2015, el peronismo, que tras la caída de la Alianza volvió a ser la
fuerza mayoritaria en todo el país, deberá primero reacomodar su caótica
estructura política en el distrito desde donde se manda a la Nación, el más
rebelde de todos también para los pronosticadores políticos. Aunque la
historia no garantiza que vaya a lograrlo.
Con ese derrotero, uno de los hombres del Presidente, Alberto
Fernández, acaba de convertirse en jefe legal del justicialismo porteño con un
plan ecuménico bajo el brazo: quiere pegar, desde la Casa Rosada, los
fragmentos de un justicialismo que ya no se parece a un rompecabezas desarmado
sino a uno cuyos cartoncitos multiformes parecen haber sido pateados por la víctima
de un berrinche formidable. Tan atomizado quedó que ha condimentado con sus
aportes a la oposición: Mauricio Macri, como es notorio, reforzó su
sensibilidad social con peronistas desencantados, aunque no fue el único. La diáspora
incluyó a dirigentes que aparecieron en el lilismo, sin contar los éxodos
intramuros, el más desgarrador de los cuales fue el del ex menemista Daniel
Scioli, gran seductor de encuestados, quien quizás habría sacado al PJ porteño
del fango si Néstor Kirchner no lo hubiera necesitado para autopropulsarse
desde Santa Cruz hasta la Rosada.
Los dirigentes
Había en la avenida Córdoba, hace muchos años, una unidad básica
donde se juntaban varios dirigentes del justicialismo porteño cercanos al
chaqueño Deolindo Bittel, la cara visible del PJ durante la dictadura. Eran,
entre otros, Carlos Chacho Alvarez, Alberto Iribarne, Jorge Argüello. Como
materia gris de la renovación peronista descollaban Carlos Grosso y Eduardo
Vaca. Grosso, cabe recordarlo, tenía un lugar en la mesa nacional de la
renovación, junto a Antonio Cafiero, José Luis Manzano, José Manuel de la
Sota y, en algún momento, Carlos Menem. Ese movimiento dentro del movimiento
tuvo su clímax en 1987, cuando Cafiero ganó en la provincia de Buenos Aires.
Al año siguiente, cuando Cafiero enfrentó a Menem en la única interna que
hubo en la historia del peronismo para dirimir una candidatura presidencial, la
capital fue ganada por el perdedor nacional, de modo que al llegar a la
presidencia Menem buscó un equilibrio catapultando a Grosso a la intendencia.
Grosso encolumnó detrás de él a una buena parte de las
fracciones peronistas porteñas. En 1989, la lista de diputados nacionales del
PJ, encabezada por Miguel Angel Toma, incluía a Iribarne, Chacho Alvarez, el
gremialista Roberto Monteverde, de la UOM, y Germán Abdala, todos los cuales
resultaron elegidos: gracias al arrastre presidencial (Menem) consiguieron una
cosecha impar. Pero después vino la alquimia menemista, el ensayo de Avelino
Porto como candidato a senador porteño, Grosso virando hacia la Casa Rosada, y
el extravío de la banca que había ganado De la Rúa en las urnas en virtud de
un acuerdo del peronismo con la Ucedé, que le permitió a Vaca ser senador.
Algunos peronistas destacados dicen que Grosso, procedente de
los comandos tecnológicos de Julián Licastro, y Vaca, oriundo de Guardia de
Hierro, tenían, por fin, un pensamiento estratégico. Están convencidos de que
el mercantilismo político que extravió a Grosso -y más tarde lo mandó a la cárcel-
y la muerte prematura de Vaca fueron una combinación letal para el partido. En
realidad, sin ánimo de menoscabar ambos infortunios -por cierto que de factura
diversa-, debe recordarse, una vez más, que la Capital nunca fue peronista. Un
riojano, Antonio Erman González, resultó el único justicialista ganador de
una elección aquí, y eso gracias a la confluencia de tres singularidades:
Menem estaba en su mejor momento (1993), la oposición radical llevaba como
cabeza de lista a la escritora Marta Mercader (política fugaz poco excitante
que, con todo, juntó el 30 por ciento de los votos) y Chacho Alvarez, quien
debutaba con el Frente Grande, había absorbido una considerable porción de los
votos no peronistas (sacó 13,7 por ciento). Erman tuvo 32,6 por ciento, pero
esa marca descendió a 24,5 por ciento apenas siete meses después, cuando
Carlos Corach encabezó la lista de constituyentes (lo destrona Chacho Alvarez,
con el 37,4).
Siete años más tarde, Raúl Granillo Ocampo llevó al PJ
Capital a la mayor derrota de la historia. No faltaron los analistas
sepultureros. Igual que con la elección presidencial que Leopoldo Moreau le
hizo perder con ganas al radicalismo, partido que hoy gobierna siete provincias
y del cual se dijo que había entrado en sus últimos días, vaticinaron
aquellos analistas la defunción del peronismo porteño. Todo por el 1,66 por
ciento que anotó el PJ de Granillo (¡un punto menos que Moreau para
presidente!). En el 2000, hasta la Izquierda Unida y el Partido Humanista
vencieron al PJ, si bien es cierto que los herederos porteños del general le
ganaron al Partido Obrero. Con el cambio de siglo, los peronistas se
desparramaron por los partidos disponibles, y aquellos que no se encontraron a
gusto en ninguno fundaron partidos nuevos.
Botín de guerra
Durante el menemismo, cuando casi todos los actores del
justicialismo de hoy ocupaban la segunda línea, el partido no consiguió
estructurarse, en parte porque la Capital, lejos de elaborar un proyecto local,
replicó las internas de la Casa Rosada: funcionó como una especie de botín de
guerra. Un buen día apareció Scioli, el primer dirigente en muchos años capaz
de aglutinar -sin ser el Mesías- al peronismo y encantar multitudes en un mismo
acto. Pero, como ya se dijo, a Scioli lo llamaron para apagar otro incendio y la
Capital retornó a su orfandad pejotista clásica. Vaya escasez: los tres
dirigentes a quienes se presume capaces de remolcar listas con cierto grado de
respetabilidad electoral están ocupados en menesteres mayúsculos. Son, además
del vicepresidente Scioli, el ministro de Economía Roberto Lavagna y el
canciller Rafael Bielsa. ¿Querrá Kirchner mover la frazada corta para abrigar
a los justicialistas del Obelisco? ¿Tendrán auténtico interés esos
precandidatos de hecho en convertirse en candidatos para ocupar después una
banca en un congreso cuyos miembros pueden llegar a lucir menos que la comisión
directiva de un club de fútbol?
Scioli sigue siendo, en cierto modo, el más natural de los
potenciales cosechadores de votos, aunque más no sea porque ya lo era antes,
cuando lo mandaron a vicepresidir el país. Muchos encuestadores siguen diciendo
que es el mejor posicionado. ¿Llegará Kirchner a gobernar sin vicepresidente
-como Perón tras la muerte de Hortensio Quijano, Frondizi tras el despido de
Alejandro Gómez y Carlos Menem después de la renuncia de Eduardo Duhalde- para
conquistar el distrito que hoy le disputa, con fuerza considerable, Elisa Carrió?
Algo es cierto: si Fernández quiere preparar el terreno para
la gran batalla del 2007 -cuando Ibarra, seguramente sin heredero propio,
termine su segundo mandato- no le bastará con aglutinar al panperonismo.
Necesitará un candidato ganador, carismático y conquistador, también, de una
clase media poco afecta al bombo del Tula. Es probable que con un Erman en esta
época no alcance. Mientras tanto, el jefe de Gabinete está jugado a conseguir
que el 23 de octubre el PJ haga en la ciudad de Buenos Aires un buen papel,
aunque no gane. Una apuesta que involucra al Presidente y que requerirá, se
supone, pasos audaces.
Pablo Mendelevich
Debate