“Sabemos” que nos creemos capaces de percibir la realidad en su mayor intimidad. Pero en el terreno biológico, dado que los hechos ocurren en la dimensión plus ultra microscópica, mal podemos apreciar a la ligera y con certeza un mecanismo que nos llena de asombro (dada precisamente nuestra incapacidad para entenderlo).
Aquello que no se comprende y que maravilla, despierta en algunos una especie de sacro recogimiento comparable con el asombro que experimenta el inculto primitivo frente al modernismo.
Una vez comprendido un mecanismo complejo, cesa todo asombro y se lo halla natural.
La genética ha llegado a la categoría de ingeniería. Las mutaciones genéticas son un hecho demostrable experimentalmente. La variabilidad es observable tanto en plena naturaleza como en los criaderos de animales destinados al provecho humano. El éxito de los mejor adaptados es indudable y lo accidental, brutal y despiadado del mecanismo selectivo es evidente. En la naturaleza no hay piedad para nadie y casi todo es azar.
El nuevo ser que nace mutado por esos avatares genéticos, como producto neto del puro accidente, posee casi el ciento por ciento de probabilidades de extinguirse. Tan sólo si dicha mutación le valió alguna defensa o encaje adaptador casual en el medio ambiente, sobrevive y tiene posibilidades de transmitir su “cualidad” adquirida a la descendencia.
No existe otra explicación más plausible. Por más que se asome a veces algún dejo de velado lamarckismo (“la función crea el órgano” o “el deseo crea el órgano”: aletas, alas, probóscide, cuello muy largo, etc.), o algún amago de vitalismo con impulsos renovados, pronto, muy pronto caen bajo el rasero del hecho de la evolución mal llamado todavía “evolucionismo”, como si se tratara de alguna creencia, doctrina, o a secas “teoría” de la evolución.
Las pruebas paleontológicas fundamentadas en la cronología geológica son contundentes: en las capas donde se encuentran peces primitivos, no existen los superiores anfibios, reptiles, aves ni mamíferos. Allí donde hay peces y anfibios antiguos no existen aún reptiles. Donde aparecen estos por primera vez, aún no hay rastros de aves y mamíferos. Donde se hallan mamíferos arcaicos, aún no aparecen los mamíferos placentarios. Finalmente, cuando aparecen los mamuts, elefantes, caballos, asnos, camellos, ciervos, cerdos, vacunos, primates y entre estos el hombre primitivo, ya no hay señales de fósiles pertenecientes a los primigenios peces, anfibios, reptiles, aves con dientes y mamíferos aplacentarios.
Luego las capas geológicas con sus contenidos en fósiles constituyen un libro abierto que habla a las claras del transformismo biológico, todo certificado por los modernos métodos de datación de la antigüedad de los estratos.
Además, las pruebas serológicas, anatómicas, genéticas y embriológicas, corroboran la existencia de la evolución que se deduce de las evidencias paleontológicas, alejadas de todo creacionismo como lo pretenden los creyentes pseudocientíficos.
Mediante experiencias en el campo de la serología comparada, es posible demostrar que cuanto más alejado se encuentra un espécimen de otro en la escala evolutiva acorde con el registro fósil, menor es la precipitación de la sangre en contacto con un suero sanguíneo inmunizado de determinado animal. Así, por ejemplo, el suero de un animal inmunizado contra la sangre humana repartido entre cinco tubos de ensayo para añadirle respectivamente suero de un hombre, de un chimpancé, de un mono rhesus, de un mono sudamericano y de un lémur (en escala descendiente evolutiva), la cantidad de precipitado formado decrecerá también en ese orden.
En la anatomía comparada, es posible seguir toda la evolución, desde los peces hasta los primates, mediante la observación de las piezas anatómicas como el esqueleto óseo, por ejemplo. Si las piezas óseas se colocan en serie, de acuerdo con la escala ascendente de transformaciones evolutivas, obtenemos un muestrario que sigue la secuencia de peces, anfibios, reptiles, aves, mamíferos antiguos y modernos, y apreciaremos cómo se han ido transformando gradualmente las piezas óseas, modificándose y soldándose.
Que el hombre fue antes otra cosa, lo demuestran, por ejemplo, los caracteres vestigiales que presenta. Estos órganos residuales son: los músculos de mover las orejas; los restos de la membrana nictitante del ojo o tercer párpado, presente en aves, reptiles, anfibios, anuros y peces selacios; lo caninos puntiagudos propios de los carnívoros; el tercer molar (“muela del juicio”); pelo sobre el cuerpo; apéndice vermiforme o cecal; músculos segmentarios del abdomen, músculo piramidal y vértebras caudales.
Las pruebas genéticas ya han sido expuestas con creces en los tratados correspondientes al tema y lo único que cabe añadir aquí, es que se trata de evidencias de gran peso para explicar la variabilidad en base a las mutaciones que determinan nuevos caracteres heredables, todo lejos ¡muy lejos! de todas pseudociencias que campean por el orbe tratando de convencer que todos los seres vivientes, desde las bacterias, los mosquitos… hasta lo elefantes y mamuts, han sido frutos de una creación divina para deleitar al “rey de dicha creación”: al actual Homo sapiens, según la pseudociencia bíblica.
Ladislao Vadas