Es casi imposible construir esquemáticamente, con fines ilustrativos, un “árbol genealógico” que incluya a todos los filumes o líneas transformativas concatenadas, derivadas de una forma común.
En lugar de un árbol, éste resultaría ser una figura enmarañada con millones de filamentos miles de veces bifurcados y en su inmensa mayoría truncos, de modo que tal pretendida representación, carecería de todo sentido real. ¡Qué lejos se halla la realidad, de la variación y extinción de las formas vivientes, de aquella imagen fija de antaño! ¡Qué lejos también de las esquemáticas y artificiales representaciones lineales de la evolución, comunes en algunos textos de enseñanza!
La fauna y la flora residuales que nos han quedado, son apenas una débil muestra de lo que fue. Lo que conocemos son tan sólo los pocos extremos aún verdes de la compleja maraña seca en su casi totalidad. Es el 0.001 por ciento que ha sobrevivido con relativo éxito hasta nuestros días; el 99.999 por ciento restante de las formas vivientes extinguidas, se encuentra ahí representado, en la maraña seca del ejemplo.
Es muy difícil, en algunos casos, seguir los filum desde alguna forma inicial notable, bifurcada a su vez a partir de otra forma ancestral. Entre el material fósil que ha llegado a nuestras manos, faltan a veces piezas de enlace, pero si bien no es posible reconstruir la filogenia total de toda la biogenia a nivel planetario, en algunos casos lo es en los filum más completos que hoy son muy numerosos. Así es posible reconstruir, por ejemplo, la genealogía del caballo del terciario de América del Norte con eslabones fósiles que forman una cadena casi continua, y la serie evolutiva menos conocida de los titanotéridos durante el Eoceno-Oligoceno también del mismo continente, entre los vertebrados; y la filogenia del braquiópodo del género Spirifer del Devónico y del cefalópodo del género ceratitis del Triásico, entre los invertebrados.
Estas y otras series filéticas, que sería muy tedioso detallar, se constituyen en otras tantas pruebas paleontológicas irrefutables que certifican la evolución de las especies, todo muy, pero muy alejado de creacionismo alguno según esta pseudociencia muy aceptada por los nescientes místicos.
Tan sólo cabe añadir escuetamente, la historia de los primates, a la que pertenecemos, con el fin de sentar una base acerca del origen del hombre y su transformación, que empalmará luego con el “espíritu” (un fenómeno natural alejado de todo concepto pseudocientífico, creído como “alma inmortal”).
Entre los primates más representativos de cada escala evolutiva, tenemos en grado ascendente a los tupayas, lémures, társidos, monos y el hombre; no como línea filogenética recta, pero sí como una muestra de transición morfológica, por cuanto es sabido que el hombre no desciende de los monos actuales, sino de una forma simiesca ancestral.
Ahora vamos a considerar otra prueba evidente de la evolución. Se trata de la ontogenia en su estadio embrionario, durante cuyas fases es posible observar una recapitulación de la filogenia.
Podemos disponer de series comparadas de embriones de vertebrados durante tres fases de desarrollo Así es dable comprobar claramente cómo durante tres etapas determinadas, el embrión del hombre se asemeja morfológica y respectivamente a los embriones de un conejo, un ternero, un cerdo, un pollo, una tortuga, una salamandra y un pez en tres fases de desarrollo de estos animales.
También la ontogenia en el ser humano, en una etapa inicial, nos indica que el óvulo fecundado se asemeja a un primitivo protozoario. Luego al segmentarse pasa a ser un metazoario rudimentario.
Cuando se halla en la etapa de la gastrulación, se parece a un celentéreo (pólipos y medusas), para luego asemejarse a un platelminto (especie de gusano).
Esto significa, lisa y llanamente, que nuestro proceso evolutivo tomado artificialmente como lineal; esto es, si se ignoran los millones de tanteos, desvíos y extinciones; ha pasado por todas las etapas filogenéticas y el proceso ontogénico embrionario, es una verdadera recapitulación de la filogenia. En el útero materno durante nuestro desarrollo embrionario, somos sucesivamente: un unicelular, metazoario primitivo, invertebrado, pez, anfibio, reptil y por último mamífero, y en este historial intrauterino de semejanzas acompañamos al conejo, al ternero, al cerdo, al pollo, a la tortuga, a la salamandra y al pez. De ahí que no podemos presumir ser alguna especie de mágica creación divina, que brilla por su ausencia.
Ladislao Vadas