Una lejana polémica entre el historiador Osvaldo Bayer y el periodista Horacio Verbitsky publicado en el diario Río Negro me trajo un aluvión de recuerdos sobre mi entonces amistad con él que esgrimió, durante la década de los ’80, la frase “claudicación ética” como su estandarte periodístico. Sin embargo, no fue Bayer, sino Jacobo Timerman, quién me sugirió por primera vez que, en vez de “bandera canina”, debería haber sido el lema autobiográfico de el que fue, años antes, su aprendiz.
A mediados de 1985, estuve cenando con Jacobo y su bella mujer, Risha, y mi entonces esposa, Laura Dubcovsky, ya en séptimo mes de embarazo de nuestra primera hija, en la casa del exdirector de La Opinión, ubicado en el paquete bario Belgrano Chico. Por ese entonces, además de ser corresponsal local para la revista Newsweek, le serví a Timerman de traductor para las geniales notas que escribía a menudo para la edición internacional de la revista.
Sabía que Horacio había estado con Timerman en la década ’60 en la revista pro-Onganía Confirmado, y después trabajaron juntos en La Opinión, antes de que Horacio se fuera a trabajar como “embajador” —palabra que el usó conmigo al hablar de su pasado dorado— de los montoneros frente el gobierno nacionalista peruano de facto del general Juan Velasco Alvarado.
Yo conocí a Horacio poco antes que comenzaran los juicios a los comandantes del Proceso militar en 1985. Había leído su “La última batalla de la Tercera Guerra Mundial,” en que esgrimió algunos argumentos sólidos sobre la alianza nefasta que el gobierno de mi país estableció con los guerrilleros sucios argentinos en América Central. Tenía obviamente un don para la palabra escrita, rasgo familiar dado que su padre, Bernardo, el muy amado novelista (y amigo de Timerman), había acuñado la frase “villa miseria,” después de uso popular al hablar de los vecindarios pobres.
A final de la cena Jacobo y Risha, una mujer cálida y fina, caminaron con nosotros a la puerta de su departamento. Y, entusiasmado con la coincidencia de que Horacio había sido discípulo de Timerman, le conté a Jacobo que recientemente había establecido una amistad con Verbitsky.
Su respuesta, sin embargo, me dejó sin ganas de continuar con el tema. “¿No te parece muy raro,” remató Timerman, el preso político más famoso durante aquel tiempo de plomo, “que Horacio, siendo ex oficial montonero, seguía sin problemas en el país durante todo el Proceso?” Mientras Risha asintió vigorosamente con su cabeza, prosiguió: “¿Como se explica eso?”
La próxima vez que me encontré con mi nuevo amigo, abordé cautelosamente lo que dijo Timerman. “Es una cosa de Jacobo,” sentenció Verbitsky, que parecía que estaba irritado. “A veces tiene vetas macartistas”, sentenció.
Me explicó que la disputa entre los dos venía porque él, Verbitsky, criticaba abiertamente a otro discípulo de Timerman, Pablo Giussani, quién acababa de escribir una brillante pero polémica historia personal sobre los montoneros que se llamaba: “La soberbia armada”.
Aunque el no quiso abundar en detalles sobre lo que había pasado —no hay que olvidar que su nuevo amigo (yo) era norteamericano, y por ende nunca liberado de todo de sospecha por aportación de ciudadanía— Verbitsky se esmeró en pintar un cuadro de pena que lo hacía asemejarse a la versión argentina de Anna Frank, aquella tierna chica holandesa, quién se escondió de la persecución nazi con su familia por más de dos años, antes de ser delatados y mandados a morir en los campos de concentración del Holocausto.
Me dijo Verbitsky que los años del Proceso eran de mucho miedo para él y su familia. “Por años no salí de mi casa. Mi mujer hacia las cosas que teníamos que hacer afuera. Sobreviví como traductor de material que algunos amigos mi hicieron llegar.” Era una versión que parecía creíble, si uno creía que el que hablaba compartía la misma pasión por la historia bien contada. Después me entere que no fue así.
Para entender la ductilidad de Verbitsky en reescribir su propia historia, vale reparar ahora lo que él dijo el 12 de diciembre de 1999 en Nueva York, un mes después de la muerte de Timerman. Entre los que escucharon las palabras en la Sinagoga del Rabino Marshall Meyer —ese sí un fiel amigo de Timerman— fueron oyentes de privilegio para un hombre que se burlaba de la gente que lo llamaba cortésmente “Doctor,” cuando —según me contó Verbitsky mismo— no tenía título universitario.
Aquella vez estuvieron en la ceremonia, la feroz combatiente por los derechos humanos Patricia Derian, el editorialista del New York Times Anthony Lewis, y Ben Gilman, entonces presidente de la Comisión de Relaciones Exteriores de la Cámara Baja norteamericana. También se leyeron cartas de los expresidentes Jimmy Carter y Raúl Alfonsín (este último un blanco predilecto de Verbitsky por sus “claudicaciones éticas”) y del dramaturgo Arthur Miller, autor de la obra inolvidable “Incidente en Vichy.”
El discurso de Verbitsky se llamaba: “Un irlandés y un judío,” título curioso que se explica solamente por el hecho que Verbitsky, al ser biógrafo del “irlandés,” el exjefe de inteligencia montonero Rodolfo Walsh, se perfiló como su heredero, entre los que desconocían las andanzas del Perro en los meses posteriores a la muerte de Walsh en 1977.
“Como viejo amigo de la familia y periodista que trabajó muchos años con Jacobo, sus hijos Héctor y Javier me pidieron que anunciara la creación de la beca Jacobo Timerman para que periodistas de América Latina cursen estudios de postgrado en la Facultad de Periodismo de la Universidad de Columbia,” Verbitsky comenzó.
“Timerman trabajó como periodista durante cinco décadas y su nombre está asociado con el de varias revistas y diarios que transformaron y modernizaron el periodismo argentino,” dijo, sin profundizar, Verbitsky. “Desde su secuestro por la dictadura militar que ensombreció a la Argentina, Jacobo se convirtió en un símbolo de otro tipo. En ese siniestro período casi un centenar de periodistas fueron desaparecidos, palabra que es nuestra triste contribución al lenguaje universal”.
“La prensa estaba controlada e incluso algunos editores aceptaban la consigna militar de que la seguridad nacional era más importante que la libertad de expresión,” dijo como horrorizado al recordarlo, Verbitsky. “Pocos héroes se opusieron a esta lógica perversa, dentro y fuera de la Argentina”.
“El principal héroe de la resistencia interna fue Rodolfo Walsh, quien organizó una agencia clandestina de noticias en las peores condiciones imaginables, para obtener y difundir información sobre lo que estaba ocurriendo. Walsh era de origen irlandés, y se enorgullecía de ello. Timerman fue el más notorio denunciante de la Junta militar fuera del país. Tuve el privilegio de trabajar en distintas épocas con ambos. De ellos aprendí el violento oficio de escritor, como Walsh lo llamó. Jacobo era judío y también se enorgullecía de serlo. Si el diario de Timerman hubiera sido hostil a la Junta desde el primer día, su caso hubiera sido explicable en pura clave política. Pero no fue así. Una porción significativa de las clases medias sintió alivio por el derrocamiento del corrupto y sangriento gobierno de Isabelita Perón y de los escuadrones de la muerte del brujo López Rega. La Opinión reflejó ese sentimiento. Pero Timerman era judío, mientras que el credo militar era el de la Nación Católica”.
“Lo acusaron de financiar su diario con fondos pagados a los Montoneros por el rescate de los hermanos Born,” rememoró Verbitsky. “Esta acusación era ilógica, porque La Opinión comenzó a publicarse en 1971 y los Born pagaron el rescate en 1975. Los propios militares lo absolvieron en una parodia de juicio, pero no lo dejaron en libertad. Porque era judío”.
“Como no contó con el apoyo del aterrorizado y cómplice liderazgo comunitario, que aceptaba los argumentos militares, el propio Timerman, desde su celda, se las ingenió para que el mundo supiera lo que estaba ocurriendo. Aceptó los cargos que le hacían sus torturadores y reconoció que era Sionista Socialista. Entusiasmados por haber capturado a quién consideraban uno de los Sabios de Sión, publicaron sus declaraciones en la portada del amistoso diario La Prensa. Así el mundo supo, y la presión internacional terminó forzando a la dictadura a liberarlo, no antes de saquear su diario y de despojarlo de su nacionalidad argentina. Entonces, Timerman comenzó un extraordinario periplo personal denunciando los abusos de los militares en el gobierno. Según Gabriel García Márquez la Carta Abierta de un Escritor, que Walsh envió a la Junta Militar, es una obra maestra del periodismo universal. También es una obra maestra el libro de Jacobo, Prisionero sin nombre, celda sin número, uno de los grandes libros del siglo en la Argentina”.
“El viernes pasado el tercer presidente civil electo consecutivo asumió el gobierno en Buenos Aires,” advertió Verbitsky. “Las Fuerzas Armadas han dejado de ser una sombra amenazante. Sin embargo, la democracia argentina no es plena y madura. Los últimos días de vida de Timerman fueron ensombrecidos por la designación como profesor en la Universidad de Buenos Aires del general Teófilo Goyret, quien dirigió La Opinión después del despojo. Me temo que sería prematuro decir: Jacobo, descansa en paz.”
Al leer el texto de su discurso, reproducido por Pagina/12, no sabía si debería reaccionar con risa, bronca, tristeza, o una regia mezcla de los tres. Aunque a Horacio no le faltaba la verdad al decir, “Pocos héroes se opusieron a esta lógica (de seguridad nacional) perversa, dentro y fuera de la Argentina,” a ser leal a los hechos, debería el mismo hablar de su propia claudicación ética durante el Proceso.
Alrededor de dos años antes que muriera Timerman, me enteré que Verbitsky se había metido en su propio pasado clandestino durante la dictadura militar algún “invento literario”.
Resulta ser que el exoficial montonero, apenas había sido asesinado Walsh, había colaborado con un alto oficial militar retirado en la publicación, dos años más tarde por el Círculo de la Fuerza Aérea del libro, “El poder aéreo de los argentinos”. El autor del libro fue el Comodoro (RE) Juan José Güiraldes; él mismo un exsocio de Timerman. Güiraldes admitió años más tarde a la periodista argentina Gabriela Loterzstain que fué él mismo quien había tratado de convencer al embajador de Israel de que los militares argentinos no perseguían a la comunidad judía como parte de su cruzada “occidental y cristiana,” aunque para esa misma época el caso Timerman ya había cobrado notoriedad mundial.
“Al comienzo de nuestras reuniones,” Güiraldes recordó a Lotersztain, “(el embajador) Nirgad se inclinaba a pensar que había signos de antisemitismo en algunos sectores de las tres fuerzas. Pero al cabo de varios años de conversaciones logré al menos que dudara de eso. Con frecuencia le preguntaba: ‘¿Durante el gobierno del Proceso de Reorganización Nacional, se ha producido algún acto de antisemitismo? ¿Alguien ha puesto alguna bomba en una sinagoga?’. El embajador, con la gracia que lo caracteriza, me decía: ‘En estos días es bastante difícil andar poniendo bombas’. Lo cual era cierto, porque los militares estaban plenamente ocupados en reprimir el terrorismo.”
“¿Nirgad le había manifestado algún grado preocupación por los arrestos y los secuestros?”, se le preguntó a Güiraldes.
“Así es. Pero no solo por los arrestos. También hablábamos largo y tendido de lo que significaba la brutalidad del terrorismo. Pero aquí me atrevo a afirmar que el embajador no debe haber tenido más ingerencia en lo concerniente a los argentinos de religión judía que a los argentinos no judíos. ¿Porqué sostengo esto? Fundamentalmente por aquella ingeniosa frase que tanto me repetía: ‘Yo no soy el embajador de los judíos sino de los israelíes. Los judíos argentinos son compatriotas suyos’. Si algún ciudadano Israelí hubiera estado preso o sometido a malos tratos, probablemente Nirgad habría intervenido. Pero no creo que el hecho de que un detenido fuese judío constituyera para el embajador una razón para tomar cartas en el asunto”.
(Admito que la primera vez que leí la trascripción de la entrevista que Lotersztain me facilitó, no lo podía creer. Tuve que hacer una entrevista de larga distancia por teléfono con el Comodoro Güiraldes, donde él me confirmó con alegría las citas de él, para convencerme de que realmente el protector de Verbitsky pensaba así).
Pero hay más. Mientras que, después del despojo del diario de Timerman, el General Goyret dirigió La Opinión, Verbitsky ayudó a Güiraldes a confeccionar “El poder aéreo de los argentinos”, obra que fue dedicada por el militar a la conducción de la Fuerza Aérea del Proceso. Y que fue publicado apenas dos años después de que Walsh—de quién dice Verbitsky que aprendió “el violento oficio de escritor”— escribiera que “la Tres A son las Tres Armas.”
Los agradecimientos de Güiraldes no terminaron con los militares procesistas, sino también alcanzaron a Verbitsky. “Este libro no hubiera podido llegar a las prensas de no haber recibido el permanente aliento y la eficaz colaboración de Horacio Verbitsky.” El libro, que mencionó al exmontonero con nombre y apellido, fue publicado al mismo tiempo que el furibundo General Luciano Benjamín Menéndez se levantó en contra de la junta afincada en Buenos Aires so pretexto de que ellos fueron “blandos” en el caso Timerman, a quién tenían que liberar por presión mundial.
Para ver cómo fueron los esfuerzos del Perro para embarrar la cucha de su propio pasado, conviene reparar en una entrevista que le hizo el periodista Uki Goñi el 14 de junio de 1995. Titulado: “Un periodista bajo presión,” Verbitsky proclamaba que, después de que fue matado Walsh, “continuaba (él) haciendo su trabajo por aproximadamente un año más en una forma más o menos orgánica hasta que casi no había nadie acá para participar en esa tarea; aparte de los que mataron, muchos más dejaron el país... Yo sobreviví lo mejor que pude con los frutos de mi máquina de escribir. Escribí un libro de cocina, otro sobre gimnasia yoga, un libro sobre el transporte de carga aérea; siempre como autor fantasma (ghost writer) para los que osaron contratarme en 1979, 1980, y 1981.”
Hay quienes quieren pintar a Horacio como “servicio,” presunción que se basa en dos argumentos que a mí me parecen macartistas: 1) que está bastante bien informado (y por ende alguien—o algún “servicio”— tiene que estar “dándole” la información), y 2) muchos otros periodistas argentinos reciben “sobres” de los servicios de inteligencia argentinos, ¿por qué no él? Rechazo esas versiones de plano. El problema no es que Horacio es un "servicio," sino que ha sido en muchos momentos de su vida "servicial" a un interés u otro, democrático o no, sin importarle demasiado—parece—la ética.
Así colaboró con dos medios golpistas—Confirmado y Primera Plana—en los años ’60. Con la “soberbia armada” montonera también encontró su caudal para aportar. Aunque el notó en Nueva York que “una porción significativa de las clases medias sintió alivio por el derrocamiento del corrupto y sangriento gobierno de Isabelita Perón y de los escuadrones de la muerte del brujo López Rega (y que) La Opinión reflejó ese sentimiento”, poco o nada dice sobre cómo sus colegas montoneros también apuntaron al golpe, bajo la idea de “cuando peor, mejor.” Quiere Horacio identificarse con su compañero Rodolfo Walsh, “el principal héroe de la resistencia interna,” pero el “biógrafo” Verbitsky dejó para Marcelo Larraquy y Roberto Caballero relatar en su libro “Galimberti”, como su abanderado de los derechos humanos interrogó a los ya cautivos hermanos Born, después de la muerte a un socio suyo y previo a pagar un rescate luctuoso. Y poco tiempo después que muere Walsh, el Perro colaboró en un libro que alabó a los “aéreos procesistas”, escrito por un exsocio de Timerman quién a su vez instó al embajador israelí a no interesarse por los desaparecidos judíos en la Argentina.
Durante el primer gobierno democrático Verbitsky fue implacable con las nuevas autoridades, tal vez para subsanar una culpa propia de cómo el sobrevivió cuando tantos otros murieron. La frase “claudicación ética” comenzaba ser frecuente en las notas envenenadas que escribió dirigidas al alfonsinismo, actitud que me hizo desesperar, aun siendo su amigo.
El bienamado Emilio Mignone, el fundador del Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS; organismo que curiosamente Verbitsky ahora preside), se quejó a mí más de una vez, que el Perro seguía identificándolo como “exfuncionario de la dictadura de Lanusse,” cuando más relevante (y ciertamente más sensible a su dolor) hubiera sido solamente “padre de una desaparecida” o, fundador de CELS. Los memoriosos también se acordarán como el ahora abanderado argentino de la libertad de prensa acudió con entusiasmo a participar en tertulias literarias cubanas. O como Verbitsky escribió una nota extensa donde insinuó que el SIDA venía de laboratorios gubernamentales estadounidenses; libelo que después, con la caída del muro de Berlín, se mostró que fue un invento de alguna usina de desinformación de la inteligencia soviética. Verbitsky, dijo de su excompañero peronista revolucionario Rodolfo Galimberti, “tira m... contra todos, como si el meara agua bendita.”
Algunos cachorros del Perro si valen la pena rescatar. Ha sido uno de los pocos periodistas argentinos que han insistido, con información y buenos criterios, en resistir la idea alocada —fomentada desde el Pentágono— de que los militares argentinos deberían retomar algún rol “policial.” También, no le faltaba valentía en denunciar los graves atropellos de derechos humanos de los narco-guerrilleros del FARC, a pesar de las críticas de la izquierda folklórica argentina. Sus comentarios, hay que admitirlo, sobre la deuda externa tienen más asidero que los de otros destacados miembros de su profesión. Y ha sido leal a la idea de una resolución pacífica y justa entre israelíes y palestinos, aún después y a pesar de los estertores antisemitas de Hebe de Bonafini.
Lo que define a Horacio Verbitsky ahora es que parece que le molesta sobremanera que le midan con la misma vara con que él define a los demás. Sin duda, ha ejercido un rol importante en el desarrollo de la Argentina de hoy, tal vez más que cualquier otro de su profesión. Pero justamente es ese rol el que sigue dando para hablar, y debería estar tocado con honestidad por él, si quiere hacer un aporte real a un país que todavía necesita sincerarse con su tremendo pasado.
Martin Edwin Andersen es el autor de Dossier Secreto: El mito de la guerra sucia (Sudamericana: 2000) y La Policía: Pasado, Presente y Propuestas para el Futuro (Sudamericana, 2002). Excorresponsal especial del Washington Post y del semanario Newsweek en Argentina, en 1987 Andersen reveló que el entonces Secretario de Estado estadounidense, Henry Kissinger dio a la dictadura de Videla “luz verde” para la represión ilegal.