A partir de la difusión de la tecnología militar nuclear, el mundo conoció un nuevo tipo de paz o, quizás mejor, un nuevo tipo de guerra. Durante la llamada Guerra Fría, prevaleció un equilibrio por el cual ambas grandes potencias (EEUU y URSS) entendían que un conflicto bélico directo sería demasiado costoso para ambas.
Lo anterior llevó a que las guerras entre ambos bloques (democrático y comunista) se dieran a través de terceros países y de manera focalizada. Todo hacía entender que, si se mantenía un mínimo de racionalidad, los fenómenos devastadores como las guerras mundiales habrían quedado en el pasado.
El equilibrio nuclear de la Guerra Fría estaba basado en ciertos supuestos y creencias compartidas: 1) Ambas potencias entendían que la posesión de armas nucleares constituía una garantía que las inmunizaba contra invasiones militares o agresiones a gran escala. 2) Existía un acuerdo sobre la conveniencia de regular el armamento nuclear para evitar su difusión excesiva. 3) Se pretendía restringir a un grupo selecto de países la posibilidad de acceso a la tecnología militar nuclear.
En ese marco, ingresar al club de los Estados nucleares implicaba adquirir un status compartido y una cierta seguridad militar que abría las puertas a un importante vínculo de confianza entre las potencias selectas. Los países con acceso a la tecnología en cuestión podían ser enemigos y, así y todo, confiar en que uno no atacaría directamente al otro, ni mucho menos lo invadiría.
El problema es precisamente que hoy en día esa confianza parece estar deteriorándose. Si el armamento nuclear no va acompañado de una determinada concepción acerca de su poder disuasorio, su efecto pacificador podría verse disminuido o, en el peor de los casos, neutralizado.
El 14 de diciembre de 2014, la cadena rusa de noticias internacionales RT (muy apegada a la visión gubernamental) publicó una nota que pasó desapercibida, pero que constituía una revelación dramática. Se titulaba: “Nueva doctrina militar de Rusia: Las armas nucleares no son la panacea”. Básicamente, la nota decía que la nueva doctrina militar de Rusia se centraría en la disuasión no nuclear de enemigos potenciales. Se precisarían medidas políticas, diplomáticas y militares destinadas a impedir agresiones no nucleares contra el país.
“Las armas nucleares son un medio de lucha a una distancia remota, pero cuando el enemigo está a las puertas y nos pueden atacar desde cualquier parte de la frontera, las armas convencionales salen a primer plano”, subrayó el analista militar Alexánder Perendzhíev. Admitió, teóricamente, que una agresión contra Rusia podría realizarse desde Ucrania o los países bálticos, teniendo en cuenta el crecimiento y distribución de las fuerzas de la OTAN.
Pocos días antes de la nota de RT citada, el ministro polaco de Defensa, Tomasz Siemoniak, se declaraba inquieto por las maniobras aéreas y navales rusas. “Desde hace un cierto tiempo vemos una actividad sin precedentes de los rusos, tanto de la flota como de la aviación, sobre el mar Báltico y la región de Kaliningrado [territorio ruso rodeado por Polonia y Lituania]. Eso nos inquieta. La OTAN se prepara para reaccionar”, advirtió el ministro en una entrevista a la cadena de televisión polaca TVN24.
Para entender esta nueva desconfianza rusa en relación a la disuasión nuclear, y su confianza renovada en la utilidad y el potencial de sus fuerzas militares convencionales, es preciso ir más atrás en el tiempo. Desde que Putin accedió al poder en 1999, Rusia se ha planteado como objetivo prioritario de su política exterior recobrar su antiguo poderío previo al desplome de la URSS. Para lograrlo, debe reconquistar los territorios aledaños que se escaparon de su órbita a partir de la caída del Muro de Berlín en noviembre de 1989.
La estrategia utilizada por Putin para recuperar la zona imperial rusa ha sido un precavido y paulatino despliegue militar a través de maniobras rápidas y sorpresivas en zonas desprotegidas por la OTAN. Esta organización, para algunos analistas, se habría expandido demasiado rápido, yendo más allá de sus reales posibilidades e incentivando innecesariamente el nacionalismo y el militarismo rusos al penetrar territorio de la ex Unión Soviética.
La primera de estas maniobras fue, en 2008, la conquista militar de Osetia del Sur y Abjasia, al Norte de Georgia. La excusa gubernamental, como en los inicios de la expansión hitleriana, fue la de proteger la cultura y autodeterminación de la población rusoparlante de dicha región. Lo cierto es que Rusia vio a Estados Unidos debilitado por su compromiso de fuerzas en las guerras de Irak y Afganistán y pudo calcular, exitosamente, que no recibiría respuesta alguna de parte de las democracias.
Nada peor para un dictador con ambiciones ilimitadas que el hecho de sentir que no tiene nada ni a nadie delante para ponerle freno a sus objetivos expansionistas. Cuando Hitler encaró sus primeras anexiones antes de la Segunda Guerra Mundial, Gran Bretaña y Francia decidieron darle cierto espacio para que se calmara. Después de todo, prepararse para la guerra era incómodo y hasta parecía anticuado. Churchill fue quien supo desde un principio lo que se venía gestando. Su pueblo tuvo que acudir a él en circunstancias harto trágicas que todos conocemos.
Como no podía ser de otra forma, el éxito de la anexión de Osetia del Sur y de Abjasia por parte de Rusia no hizo más que alimentar las ansias expansionistas y la autoconfianza de Putin. Así, en 2014, el dictador ruso volvió a sorprender conquistando Crimea y sublevando a la región oriental de Ucrania contra el gobierno central, ahora aliado de la OTAN, donde todavía al día de hoy se libra una guerra civil.
Las democracias le han respondido a Rusia con sanciones económicas y, a través de la OTAN, con un aumento significativo pero mesurado del despliegue militar en Europa del Este. El descenso del precio del petróleo ha puesto en aprietes económicos a Rusia en el contexto actual, pero nada parece indicar que su política exterior vaya a verse alterada en modo alguno en lo medular.
Hasta aquí, Rusia pareciera estar recomponiendo lentamente su imperio soviético. Vayamos ahora a Latinoamérica, más precisamente a Venezuela, para analizar el expansionismo ruso fuera de la órbita soviética.
A raíz de la escalada reciente de su conflicto con Estados Unidos, Venezuela convocó a Rusia a participar en su ejercicio militar defensivo llamado “Escudo Bolivariano”. El Ministro de Defensa ruso ha declarado que el objetivo de su país al cooperar militarmente con Venezuela es contar con un “punto de disuasión no nuclear”. Y aquí volvemos al principio y meollo de esta nota: Rusia se prepara para una guerra no nuclear, y esto es grave si consideramos que el equilibrio nuclear no se basó sólo en la tenencia de dichas armas sino también en la creencia compartida acerca de su poder disuasorio absoluto.
Es posible que un cambio de creencia en los actores principales de la política mundial transforme el poder disuasorio de las armas nucleares de absoluto a relativo, limitado a ataques de naturaleza nuclear. Así las cosas, Rusia se encuentra invirtiendo cuantiosos recursos en expandir y renovar sus fuerzas armadas. “Con el desarrollo de una red de bases militares en Oriente Medio, América Latina y el sudeste asiático que se espera completar para 2024, es obvio que Rusia se está preparando para una confrontación militar de escala transcontinental”, indica Expert Online.
El mundo ya parece encontrarse en un escenario de guerra civil mundial, una especie de guerra mundial por capítulos y a largo plazo. En un planeta cada vez más interconectado, lo que ocurre al interior de cada país afecta e interesa cada vez más a los demás países. Cada sistema político busca replicarse en el resto del mundo para difundir y proteger sus principios, reglas e intereses. Así, se crea una tendencia a la expansión de los sistemas políticos que no hace más que configurar un escenario de conflicto político globalizado cada vez más tenso entre un bloque democrático y uno autoritario.
En este contexto, Rusia no mantiene ya un imperio ideológico propio, como el de la URSS, sino que lidera a escala planetaria, casi a la par con China, un bloque de países autoritarios que se sienten cada vez más amenazados por la expansión de los valores democráticos y sus instituciones en un mundo comunicacionalmente unificado.
En principio, esta guerra civil mundial entre democracia y autoritarismo, por la existencia de un equilibrio nuclear, debería parecerse más a la Guerra Fría que a las llamadas guerras mundiales (que en verdad fueron guerras europeas). Ahora bien, si se terminase de romper el equilibrio nuclear de la Guerra Fría tal como lo conocemos, quizás exista el riesgo de que la actual guerra civil fría se convierta, por lo menos de a ratos, en una guerra caliente que involucre enfrentamientos abiertos no nucleares a gran escala entre potencias.
Es posible que en el nuevo escenario global la disuasión nuclear funcione (si es que funciona) para neutralizar el uso de ese tipo de armas, pero no para impedir conflictos no nucleares. Por ejemplo, si Rusia o China atacaran no nuclearmente a EEUU o a Europa, o viceversa, bien podría resultar que la respuesta del agredido sea no nuclear por considerar que una victoria nuclear sería más costosa para la propia parte que una derrota no nuclear. Claro que no se puede descartar por completo, en un escenario semejante, el uso de armas nucleares, lo cual podría llevar a la humanidad a niveles de destrucción impensados.
En cualquier caso, el modus operandi probable de la guerra civil mundial sería el de “guerra tibia”, por momentos más fría, por momentos más caliente, con un cierto riesgo ineludible de que los conflictos bélicos escalen hasta un punto máximo.
Los gobiernos autoritarios, por sus ambiciones de poder desmedidas, parecen haber tomado la delantera a la hora de prepararse para la guerra planetaria. Pero esto parece estar empezando a cambiar de a poco a medida que la verdadera naturaleza de la amenaza queda en evidencia.
La carga de responsabilidad de los países democráticos en el mundo actual es enorme. Sobre ellos recae el deber de intentar evitar la escalada del conflicto planetario pero sin mostrar debilidad en la defensa de los valores democráticos que son y deben ser el fin último de la política.
Todos nosotros, como ciudadanos del mundo, tenemos la obligación de ejercer nuestro pequeño pero valioso poder ciudadano para inclinar la balanza política mundial para el lado de la democracia, que es fuente de libertad, justicia, paz y desarrollo.