En el tiempo reciente, se ha empezado a hablar, casi a la ligera, de la posibilidad de una nueva guerra mundial. Lamentablemente, otra vez se produce en el terreno político una competencia pareja entre un bloque democrático y otro autoritario. Cuando esto ocurre, la posibilidad de la guerra es inevitable.
No es que el mundo no haya avanzado en todo este tiempo, ni que la historia sea cíclica. De hecho, si se desatara una nueva guerra mundial, tendría características muy distintas a las anteriores. Para empezar, sería verdaderamente “mundial”; es decir, protagonizada por actores de todo el mundo en un escenario globalizado. Las anteriores guerras mundiales fueron fundamentalmente europeas, pero por la existencia de imperios coloniales tuvieron coletazos o réplicas en regiones distantes.
El planeta se encuentra ya en una especie de guerra civil esporádica y en cámara lenta debido a la globalización. Al mundializarse las comunicaciones, el mundo entero pasa a ser indefectiblemente un terreno político integrado. No hay más imperios coloniales, pero en vez de eso tenemos una interdependencia global que extiende a todo el planeta las consecuencias de los hechos políticos y de las corrientes ideológicas.
Las guerras mundiales del pasado no fueron propiamente mundiales si por “mundial” entendemos una guerra en un escenario político comunicacionalmente unificado a escala planetaria. Pero esta guerra civil mundial latente, en la que ya estamos inmersos, podría desatar de vez en cuando un incendio. Y éste podría llegar, por momentos, a parecerse mucho a las guerras mundiales del pasado. Que ello ocurra dependerá, en última instancia, de las ambiciones de los totalitarios y de la habilidad de los democráticos.
Si comparamos el escenario mundial actual con el de Europa en el preludio de la Primera Guerra Mundial, saltan a la vista ciertas similitudes. En ambos casos se venía de una larga paz relativa, que hacía creer que una guerra mundial era imposible. Pero, al mismo tiempo, existían dos bandos enfrentados (uno más autoritario y otro más democrático) con intereses contrapuestos y con una desconfianza mutua que los llevaba a una carrera armamentista.
Los “imperios centrales” de hoy en día serían Rusia y China. Están ubicados en una posición territorial estratégica, en el corazón geopolítico del mundo, como lo estaban antes Alemania y Austria-Hungría en Europa. Igual que el emperador de Alemania Guillermo II en aquel entonces, hoy en día Putin mantiene una política exterior abiertamente expansionista y agresiva. Xi Jinping, por su parte, está acentuando la concentración del poder en China y extendiendo la influencia política del gigante asiático a escala mundial, como Austria-Hungría lo hacía hacia el Sur de Europa.
En el pasado, el polvorín donde ocurrió la chispa que desató el incendio fueron los Balcanes. El equivalente actual funcional de esa región bien podría ser Medio Oriente. Allí tienen influencia e intereses ambos bloques, y los conflictos étnicos y religiosos son una constante.
El terrorismo tampoco es algo nuevo. Muchos grupos o Estados han usado el terrorismo como estrategia de desgaste del enemigo en el pasado. Así como hoy en día Irán o Al Qaeda promueven el terrorismo islamista, en el preludio de la Primera Guerra Mundial Serbia apañaba a organizaciones terroristas que atacaban a Austria-Hungría. De nuevo, lo original de la situación actual es el alcance planetario de la política.
Algunos han puntualizado que la existencia de las redes sociales impediría acciones bélicas duraderas a gran escala debido al rechazo social que generarían. Lo que estos análisis no tienen en cuenta es que un Estado autoritario no está obligado a seguir los dictados de la opinión pública, e incluso puede reprimirla o manipularla.
En el pasado, los Estados autoritarios que sobrevivieron al avance de las comunicaciones se las arreglaron para controlar e incluso usar a su favor la nueva tecnología. No es novedad que China controla fuertemente Internet al interior de su territorio. Estado Islámico, por su parte, ha hecho un extenso uso de las redes sociales para amplificar los efectos de su crudo terrorismo. Más aún, ahora intenta implementar sus propias redes sociales para sortear las censuras de las empresas norteamericanas.
Esta mundialización política que vivimos tiene el potencial de ser la última guerra mundial si nuevamente triunfan las democracias. Porque un triunfo contundente de las democracias, cuanto menos, abriría las puertas a una democratización desde arriba de Rusia y China como ocurriera, por ejemplo, en los casos de Alemania, Italia, Corea del Sur y Japón luego de la Segunda Guerra Mundial.
No es que pueda existir una democratización íntegramente vertical, pero si hay una estatalidad fuerte y movimientos internos democratizadores significativos, es posible que un empujón desde arriba genere un reacomodamiento democrático eficaz de la sociedad civil y de las instituciones políticas.
Nada de esto será sencillo, y quizás se necesiten muchos años y más de un conflicto bélico para que ocurra. Pero en cuanto ello ocurriera, se produciría un fuerte desequilibrio político mundial favorable a la democracia. Esto podría reducir drásticamente la posibilidad de surgimiento de un Estado o bloque autoritario lo suficientemente confiado y poderoso como para animarse a enfrentar abiertamente a las democracias del mundo. En ese caso, aunque nada es completamente irreversible, la democratización definitiva del planeta Tierra y la “paz perpetua” no estarían tan lejos.
Es por lo anterior que, desde ahora mismo, las democracias deberían concentrar integradamente sus recursos y energías en promover una democratización pacífica de Rusia, que es, de los dos “imperios centrales”, aquel con menos población y con una oposición democrática más significativa. Todo esfuerzo que se haga en ese sentido no haría más que acelerar la democratización del planeta. Y podría llegar a evitar una guerra masiva planetaria o bien crear las condiciones para que, si se produjera, no pueda repetirse.
Sin dudas que lo mejor sería evitar que la actual guerra mundial pase a un nivel de belicosidad superior hasta el punto parecerse a las anteriores guerras mundiales. Pero eso no depende solamente de los países democráticos, que son los más proclives a buscar la paz por el simple hecho de que sus gobiernos están subordinados al interés general de la ciudadanía.
Si Rusia, China, Corea del Norte, Irán, Venezuela y otros totalitarismos progresivos decidieran desencadenar una conflagración bélica a escala planetaria, las democracias no tendrían más opción que luchar por la libertad y por el futuro de la humanidad, como ya lo han hecho en el pasado.
Como observó Tocqueville en el siglo XIX, anticipándose al desenlace de las guerras mundiales, los países autoritarios arrancan mejor posicionados los conflictos bélicos debido a su mayor militarismo. Pero los países democráticos, por su mayor productividad, tienen más espalda para sostener la guerra en el mediano y largo plazo. Esto debería precaver a los Estados autoritarios a la hora de escalar el conflicto. El problema es que los dictadores nunca se han caracterizado por su racionalidad ni por aprender las lecciones de la historia.