Si entendemos por democracia la influencia efectiva de los ciudadanos sobre sus dirigentes; si democracia es la ausencia de arbitrariedad en el marco de un Estado de Derecho; si se trata de elegir y también de controlar al gobernante para poder seguir eligiendo con libertad, América Latina no ha concluido su proceso de democratización iniciado al finalizar la última etapa de dictaduras militares.
La democracia se consolida cuando imperan tanto el sufragio universal como la división de poderes, que da lugar a la igualdad ante la ley, la rendición de cuentas y la verdadera soberanía popular. El fin de las dictaduras militares no implicó la consolidación automática de verdaderas democracias en nuestra región. Pero sí posibilitó el surgimiento de partidos democráticos que de a poco fueron desplazando a las estructuras de poder verticales y prebendarias tradicionales.
En algunos países este proceso de democratización fue más rápido, como en Chile, Uruguay, Brasil y Colombia. En otros casos se requirió del transcurso de un par de décadas de experimentación ciudadana y fortalecimiento de la sociedad civil en el marco de una democracia meramente formal dominada por partidos clientelares, como en Argentina hasta el triunfo de Macri y quizás en Perú si el populismo es derrotado en 2016.
También hubo casos de extrañas asociaciones entre tendencias populistas autoritarias y partidos de izquierda democráticos. Esto es lo que permite entender las contradicciones y la crisis del actual gobierno brasileño. La baja popularidad de Dilma y la aprobación del inicio del trámite de juicio político contra ella por parte del presidente de la Cámara de Diputados son también fruto de una creciente independencia y exigencia de la sociedad civil y, por ende, parte de un proceso de consolidación de la democracia.
Samuel Huntington ideó el modelo de “olas” para analizar los procesos de democratización a nivel mundial, y el mismo puede aplicarse a nivel regional. Podríamos decir que la primera ola de democratización de este gran despertar latinoamericano que estamos viviendo se inicia en 1990. La segunda podría situarse aproximadamente en 2015 y no sabemos todavía a cuántos países abarcará. Cada ola de democratización suele dar lugar a una contra-ola autoritaria, que en general implica un retroceso menor al último avance, razón por la cual a la larga el mundo tiende a democratizarse.
Se puede hablar de un “gran despertar latinoamericano” en tanto proceso cultural, político y social de consolidación de la democracia en nuestra región, quizás ubicado entre 1990 y aproximadamente 2040 o 2050. Probablemente se necesite una tercera oleada (esperemos no una cuarta) de democratización para completar el proceso. Todavía está por verse si Venezuela empieza a sumarse a la segunda ola de democratización latinoamericana en marcha o si consolida su dictadura. El actual descrédito de Maduro y la situación de desplome económico, desabastecimiento y represión ilegal que hay en Venezuela podrían llevar tanto a un referéndum revocatorio o bien a un caos social creciente y hasta quizás a una guerra civil.
Si este proceso de democratización sigue avanzando, América puede convertirse en un plazo de dos a tres décadas en el primer continente del mundo plenamente democrático. Esto significaría una profunda transformación geopolítica del planeta Tierra. Más allá de la inevitabilidad de la influencia planetaria de ciertos problemas globales como el terrorismo, el narcotráfico o el medio ambiente, nuestro continente gozaría de una posición sumamente privilegiada para convertirse en una gran isla democrática, altamente integrada, desarrollada, pacífica y estable.
¿Podría acaso pasar a ser América (no ya solamente “Norteamérica”) el centro político, económico y cultural del planeta Tierra? ¿Se daría un proceso de interculturación susceptible de crear, en paralelo con las identidades nacionales, un sentido de pertenencia americano? ¿Acaso la embrionaria yuxtaposición e hibridación entre las culturas latina y anglosajona que ya se da en Estados Unidos se extendería al resto del continente? ¿Cuántas oportunidades y responsabilidades conllevaría la emergencia de un gran bloque democrático continental americano? ¿Podría América liderar y promover un gran proceso de integración económica con Europa y las democracias asiáticas del pacífico? ¿Podría conformarse una gran alianza de democracias compacta y homogénea, susceptible de abordar los desafíos globales actuales con una coordinación y una eficacia inéditas?
Las preguntas son muchas, y llevará mucho tiempo encontrar respuestas completas a estos interrogantes. De lo que sí podemos estar seguros es que la historia nos sigue demostrando que no hay culturas incompatibles con la democracia, que la democracia es el único sistema que se condice con la naturaleza común de todo el género humano, y que su promoción, avance y defensa a escala planetaria debería ser la prioridad máxima de la política exterior de cada una de las democracias existentes.