El fundamentalismo islámico parece haberse ensañado con la sociedad francesa. Así como a lo largo de la historia moderna buena parte de la bronca de los autoritarios estuvo depositada en Gran Bretaña y Estados Unidos, hoy por hoy Francia está sumándose al grupo de objetivos predilectos del fanatismo y la intolerancia. Estos países tienen como característica destacada no sólo encarnar y representar de manera cabal los valores democráticos, sino también el comprometerse con la lucha por la democracia en el mundo. Esto último es lo que menos les perdonan. Y sus sociedades, por lo menos hasta ahora, no se han acobardado, aceptando con coraje la misión que el destino puso sobre sus espaldas.
No se trata de alegar que la política exterior de las democracias republicanas carezca de errores. Seguro que los tienen. Están conformadas por seres humanos, con todas sus imperfecciones, egoísmos y debilidades. Pero las democracias republicanas (aquellas con división de poderes e igualdad ante la ley, más allá de que pueda haber una figura monárquica meramente simbólica), distribuyen fuertemente el poder político en su interior. Esto favorece la cultura democrática en sus dirigentes y la influencia de la opinión pública sobre su política exterior. Sólo así se puede entender por qué, en especial a partir de la globalización, y desde ya no sin dificultades, equivocaciones y contradicciones, las democracias republicanas se comprometen cada vez más, invirtiendo cuantiosos recursos, con un bien común planetario centrado en la defensa de la democracia, los derechos humanos, el desarrollo y el medio ambiente no sólo dentro sino también fuera de sus propias fronteras.
Claro que no es todo tan fácil. Las democracias también compiten económica y comercialmente entre ellas y las sociedades desean el bienestar material. La adecuación de la política exterior de las democracias a un bien común planetario es un proceso progresivo, que incluso puede tener adelantos y retrocesos. Pero es real. Quizás este proceso en algún momento demande unificar la política exterior de todas las democracias republicanas del mundo, al efecto de ganar eficacia, evitar conflictos y rivalidades y distribuir equitativamente el costo del compromiso.
Hay quienes critican el intervencionismo democrático en el mundo. Pero lo que no ven es que el intervencionismo autoritario es anterior. El autoritarismo tiende por naturaleza a la agresión y la expansión. Los pueblos, en cambio, tienden a ser pacíficos. En general, las intervenciones de las democracias en el mundo suelen darse como reacciones más o menos directas frente a ataques o amenazas de Estados o grupos autoritarios. Así ocurrió en la Segunda Guerra Mundial y luego del atentado a las Torres Gemelas, más allá de que podamos estar de acuerdo o no con la pertinencia de la reacción.
Por otro lado, en el marco de una unificación de las comunicaciones a nivel planetario, los problemas, los desafíos y las amenazas se vuelven cada vez más globales. Por tanto, hay una cuestión de supervivencia y de defensa de sus propios valores y estilo de vida en el accionar de las democracias a nivel mundial. No quiere decir esto que sea correcta cualquier tipo de intervención. Eso es precisamente algo que los pueblos que tienen la suerte de vivir bajo democracias verdaderas deberían discutir y sobre lo cual tarde o temprano deberán concientizarse: ¿de qué manera y bajo qué condiciones las democracias deben identificar, defender y promover a grupos democráticos en el exterior?
Ahora bien, de lo que no cabe dudar es que los demócratas de todo el mundo esperan y necesitan el apoyo de las democracias consolidadas. A diferencia de lo que ocurría en el pasado, en un contexto de globalización la ausencia de dicho apoyo no hará más que consagrar una doble desventaja de los grupos democráticos frente a los sistemas autoritarios contra los cuales combaten. Esas dictaduras, además de controlar el Estado, gozarán del apoyo casi seguro de algún dictador poderoso que pretenda aumentar su esfera de influencia internacional sin necesidad de consultarlo con un pueblo independiente en elecciones libres.
El mundo está hoy más interconectado que nunca. Es más que nunca una unidad, lo queramos o no. Lo que pasa en otra punta del planeta tarde o temprano nos afecta. La humanidad viaja toda junta por el espacio en un mismo barco. Así como a ninguno de nosotros nos gustaría vivir bajo un totalitarismo ni condenados a la explotación de un Estado ilimitado o al subdesarrollo propio del autoritarismo, tampoco debemos aceptar pasivamente que otros seres humanos pasen por eso sin que nadie haga nada para cambiarlo. Hay una cuestión de empatía involucrada en ello, pero también, en última instancia, más allá de que muchas veces no podamos verlo, una cuestión de supervivencia.
El pueblo francés parece haber comprendido lo anterior y haber elegido asumir las consecuencias de los desafíos que plantea el mundo actual, igual que el pueblo estadounidense y otros pueblos libres, que tienen la posibilidad de elegir. El resto de los pueblos del mundo deberíamos hacer lo mismo, y luchar dentro de nuestras humildes posibilidades por la democracia republicana, primero en nuestro territorio y, luego, donde quiera que un ser humano esté dispuesto a arriesgar su vida por la libertad de sus compatriotas y de las futuras generaciones.