El fanatismo consiste en una forma de egoísmo por la cual en algún momento alguien decide dejarse llevar por el impulso de una falsa seguridad de creerse dueño de una verdad absoluta que se escinde de la realidad observable. Pasa a ser más importante el ego personal y la sensación de seguridad mental que el bien común. Los seres circundantes se convierten en objetos utilizables al servicio de los propios objetivos.
Como todo impulso irracional, el fanatismo puede convertirse en una adicción. Es por eso que hay fanáticos absolutamente corrompidos, capaces de las peores atrocidades, que sin embargo acaban entregando su propia vida por una supuesta causa que esclaviza su mente. Pero dar noblemente la vida por una causa y perderla por la destructiva y autoritaria esclavitud mental del fanatismo son cosas muy distintas; más bien opuestas. Una cosa es el idealismo y otra el fundamentalismo. Lo primero construye lo segundo destruye.
En política, el fanatismo se materializa en una confianza ciega hacia un líder al cual se lo obedece incondicionalmente y al que se le entrega un poder ilimitado, sin control. Hay partidos extremistas que recurren a la violencia o el terror para adquirir poder, y hay otros que echan mano al populismo, que es un método de adquisición de un poder autoritario que renuncia a la violencia explícita. Por ende, participar en elecciones o funcionar en el marco de un sistema democrático no quita que un partido pueda ser extremista. El populismo es un proceso de autoritarismo progresivo. Al principio aparenta ser democrático y, a medida que avanza en sus objetivos, queda evidenciado su crudo autoritarismo como vemos hoy en día en la decadente e inhumana Venezuela chavista.
El Frente Para la Victoria (FPV) es un partido extremista. Cualquier medio se justifica para conseguir el fin, que es el poder o, precisamente, la “victoria”. Es por eso que esta agrupación nació de un caudillo tradicional como Néstor Kirchner, que había construido oportunistamente un feudo menemista en Santa Cruz y, al alcanzar la presidencia, supo servirse de la ideología autoritaria de moda, el neomarxismo populista, para justificar su desmedida ambición de poder. Es por eso que el FPV pactó y se asoció sistemáticamente con las estructuras políticas más corruptas y clientelares del país, todo para acumular poder fuera como fuera. Es por eso que interpreta la crítica y la disidencia como destituyentes o que desde el Estado se abocó a eliminar a la prensa independiente. Es por eso que, como lo hizo usualmente el chavismo en otras latitudes de Latinoamérica, el FPV tejió una alianza descarada con el narcotráfico y desarrolló una corrupción masiva para hacerse con una parte del cuantioso dinero que requiere el populismo para sostenerse en el tiempo y poder dominar a la población. Es también por eso que el kirchnerismo reivindica a los terroristas de los 70 y sus militantes festejan el día del montonero.
Claro que hay y habrá gente engañada, así como simples oportunistas. No se trata de juzgar al kirchnerista por el solo hecho de serlo. Pero sí se puede categorizar a un partido político como extremista o totalitario, más allá de que pueda ser populista y no terrorista, al efecto de poder entender y calcular aproximadamente su proceder. Cualquier gesto democrático aislado no puede ser más que una excepción táctica. El FPV es un partido con ideología autoritaria, métodos autoritarios y objetivos autoritarios. Y esto quedó de nuevo en evidencia luego de que perdiera las elecciones presidenciales de 2015 y se viera obligado a dejar el poder.
En el poco tiempo que duró la transición, Cristina no hizo más que pensar en hacerle el mayor daño posible al gobierno entrante. Se encaprichó con el tema del traspaso porque quería seguir siendo la protagonista y quitarle protagonismo a Macri; incorporó personal excesivo y adicto a meses de dejar el poder sin ninguna justificación; aceleró el vaciamiento de las reservas y los recursos del Estado; se rehusó a llevar a cabo una transición normal con trabajo previo entre técnicos y ministros.
Lo que ocurrió recientemente en la legislatura bonaerense fue tan indignante como paradigmático. El oficialismo había negociado y los bloques se prestaban a votar el presupuesto pero, según trascendió por fuentes diversas de distintos partidos, un llamado de Cristina Fernández a último momento hizo que repentinamente los diputados camporistas se retiraran del recinto quebrando el quórum y dejando sin presupuesto a los bonaerenses, que claman por soluciones a sus numerosos y urgentes problemas. No importaron las consecuencias de ese proceder. Había que obedecer sin cuestionar, como autómatas. Pero lo peor fue el contexto en que lo hicieron, gritando, cantando y celebrando como si una mala acción o un daño pidieran considerarse una “victoria”.
Parece que en el FPV no se conforman con haber dejado una provincia fundida y en ruinas. Quieren terminar de destruir lo que queda desde la oposición para volver a gobernarla. Un partido no cambia por dejar el poder. Por suerte el pueblo argentino parece estar evidenciando un fuerte hartazgo hacia el fanatismo.