Trump no es democrático. No se trata de caer en la mala costumbre de tildar de autoritario a quien no coincida con el perfil ideológico de uno. Tiene rasgos evidentes de personalidad autoritaria (su agresividad y arrogancia han superado todos los límites), propuestas en línea con el nacionalismo (algunas de dudosa o nula viabilidad en democracia, como registrar a los musulmanes y confinarlos), quiere alinear a Estados Unidos con el autoritarismo internacional (su mayor aliado sería Putin) y su discurso cumple con cada una de las notas distintivas del populismo (lógica amigo-enemigo, polarización social, personalismo), que es el autoritarismo disfrazado de democracia.
Lo anterior es innegable. Otra cosa muy distinta es afirmar que la solidez institucional y la tradición democrática de Estados Unidos van a impedir que Trump avance con fuerza hacia un sistema autoritario pleno. De todas maneras, el autoritarismo es impredecible una vez en el poder y la historia da sobradas muestras de que nunca hay que confiarse ante él. Si Trump accediera a la presidencia, cada día en ella sería un día más de intento de concentración del poder, de deterioro institucional y de pérdida de oportunidad de mejorar la democracia.
El fenómeno Trump es complejo. No tiene una causa única. Ningún fenómeno social la tiene, pero menos uno tan extraño como que en el país con más tradición y estabilidad democrática del planeta, por primera vez en la historia, un dirigente autoritario esté compitiendo cabeza a cabeza por el máximo cargo de Estado.
Entre las principales causas del fenómeno Trump pueden mencionarse dos: el deterioro de la cultura democrática (lo cual fue puesto de relieve en el estudio de MacWilliams publicado por la revista “Politico”) y la frustración que experimentan muchos estadounidenses.
Siempre en la historia los grandes cambios tecnológicos, como el que se ha estado dando en las últimas décadas, eyectaron un aumento de la impulsividad y de la irracionalidad, de la desesperación y el fanatismo, hasta que la humanidad desarrolló los patrones culturales e institucionales para un uso adecuado del nuevo entorno tecnológico. Es lo que demostró Fukuyama en “La gran ruptura”. Asimismo, hay que tener en cuenta que la conformidad de un pueblo con su política está ligada a la satisfacción de expectativas, que son relativas. Estados Unidos podrá seguir siendo un país desarrollado y la primera potencia económica mundial, pero una gran parte de su población percibe que debería estar bastante mejor de lo que está. Y tienen motivos para pensar así, por más de que la solución no sea, desde luego, votar a un extremista anti-sistema como Trump.
En las últimas décadas, los estadounidenses han invertido fortunas de impuestos en sostener el orden mundial más pacífico y democrático que la historia haya visto. Sostienen más de 800 bases militares en el extranjero, que son más costosas que las que operan en territorio nacional. A cambio, han obtenido un país severamente endeudado, una gran crisis económica en 2008, un estrepitoso fracaso en Medio Oriente, un estresante ensañamiento en su contra de parte del terrorismo transnacional y una pérdida masiva (más acelerada que el ritmo de la reconversión económica) de empleos manuales e industriales fugados a países en vías de desarrollo, gracias a tratados de libre comercio concebidos desde una visión geopolítica centrada en priorizar la estabilidad global por sobre el rédito comercial propio inmediato (el caso más claro es China).
La dirigencia democrática estadounidense no supo lidiar con Trump, probablemente porque no han desarrollado los patrones culturales necesarios, ya que nunca Estados Unidos padeció intensivamente el flagelo populista. Al principio no le dieron importancia. Luego, cuando Trump levantó vuelo, se empeñaron en retenerlo dentro de las estructuras políticas tradicionales, especulando con que de esa manera sería más fácil controlarlo. Finalmente, una vez que ganó las internas, muchos dirigentes auténticamente democráticos del Partido Republicano, como Marco Rubio, le brindaron su apoyo con la idea de que un Trump más acompañado sería uno más moderado y racional. Otra vez el mismo error: siguen subestimando la capacidad de daño del populismo. Deberían ver Venezuela, o la Rusia de Putin o la Alemania nazi si alguno llegara a creer que es un tema de raza.
En definitiva, las advertencias o lecciones que se desprenden del fenómeno Trump son varias, pero entre ellas dos fundamentales:
Por un lado, ningún país está exento de la amenaza populista y menos en la turbulenta vorágine de una globalización incompleta e inestable. Estados Unidos debe asumir este desafío político nuevo para su historia, lo cual implica adecuar sus prácticas políticas y sus instituciones. Al efecto de mantener su tradicional sistema de internas con colegio electoral, muy arraigado y difícil de desmantelar, podría pensarse en implementar el balotaje para desalentar y obstruir el extremismo. Se lo podría llevar a cabo sin necesidad de una doble concurrencia a las urnas, usando el voto alternativo que rige en Australia. Ganaría los delegados de cada Estado aquel candidato que obtuviera la mayoría absoluta en función de un orden de preferencias.
Por último, la otra gran advertencia es que el hecho de que Estados Unidos siga haciéndose cago, por si solo, de prácticamente todo el costo de sostener el orden mundial, puede llevar a picos de estrés, desgaste y frustración favorables al populismo y al extremismo en la primera potencia mundial. Y no sería bueno para los intereses de las democracias que el hegemón global pasara a manos del autoritarismo. De hecho, semejante cambio podría desequilibrar las fuerzas globales a favor del autoritarismo en el mundo como nunca ha ocurrido en la historia.
En caso de que el populismo accediera al poder en EEUU, podría hacerse con cuantiosos recursos en el corto plazo liberándose irresponsablemente de su carga internacional (tal cual propone Trump al amenazar con abandonar la OTAN y a aliados como Corea del Sur y Japón). Esto aumentaría la popularidad del líder en lo inmediato y socavaría la estabilidad y el desarrollo de Estados Unidos y de buena parte del planeta a futuro, pero a un plazo que, para cuando se cumpla, quizás ya se haya concentrado demasiado poder. Es lo que suele ocurrir con los engañosos avances populistas, que priorizan el corto plazo porque, en el largo, esperan haber consolidado un poder autoritario difícil de perder.
Pensar en una suerte de federación no territorial y dinámica de democracias constitucionales no estaría mal. No para crear nueva burocracia, como ocurrió en cierta medida en la Unión Europea, sino para transferir competencias de política exterior y, de esa manera, unificar, hacer más eficiente y eventualmente achicar la burocracia diplomática. Se podría, así, distribuir más equitativamente el costo de un orden mundial pacífico y estable, favorable a un avance progresivo del Estado de Derecho y de la democracia, como se ha dado en el último medio siglo más que en ningún otro momento de la historia de la humanidad.