En la península del Sinaí, el ejército egipcio abatió a 28 terroristas del Daesh, ISIS o Estado Islámico. El éxito de la llamada Operación Sinaí 2018 le dio aire al dictador Abdel Fatah al Sisi, arropado por el gobierno de Donald Trump para las presidenciales de finales de marzo. Una farsa, según las organizaciones de derechos humanos que denunciaron arrestos de opositores y de periodistas. Poco antes, en Siria, los ejércitos de Israel e Irán casi se habían visto las caras al ser derribado el primer avión israelí en combate desde 1982. El primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu, entre las cuerdas por un escándalo de corrupción, dejó entrever que se alistaba para la batalla decisiva. La batalla contra Irán.
Siria, en guerra interna desde 2011, se ha convertido en el escenario en el que israelíes e iraníes dirimen sus diferencias. En cuestión de horas, Israel derribó un dron iraní que violó su espacio aéreo desde Siria, atacó su centro de comando y control, vio caer un jet F16 (impactado por la defensa antiaérea siria cuando iba de regreso), bombardeó en retaliación a una docena de blancos militares iraníes y sirios y, tras un diálogo telefónico con Rusia, decidió pasar página con la promesa de cobrarse la pérdida. La tensión duró poco, pero estrenó un nuevo capítulo en Medio Oriente.
La incursión de Israel en Siria respondió a los súbitos movimientos en el tablero en la región más convulsa del planeta. Israel se muestra alineado con Egipto, así como con Arabia Saudita, en contra de Irán, fuente de recursos de Siria, de Hezbollah en Líbano y de Hamás en la Franja de Gaza. En esa región, la del Sinaí, Egipto clausuró el único paso fronterizo hacia Gaza, el de Rafah, y ordenó el cierre de las estaciones de servicio. El ejército egipcio, el más poderoso de la región, actuó contra el Daesh en respuesta a la masacre en la mezquita sufí de Al Rauda, en noviembre de 2017, en la cual murieron 300 personas. El peor atentado en la historia.
En todo país mandan las urgencias domésticas, sazonadas con las rivalidades regionales. Trump mandó al secretario de Estado, Rex Tillerson, a confirmar en El Cairo su apoyo electoral a Sisi después de haber avivado los recelos palestinos con el anuncio del traslado de la embajada de Estados Unidos de Tel Aviv a Jerusalén. Netanyahu, acusado de recibir regalos a cambio de favores, optó por desviar la atención hacia el frente externo antes de que la policía recomendase su imputación por cohecho. El príncipe saudita Mohamed bin Salman, a su vez, rompió en plan reformista el statu quo de su familia, los Saud, pero no ve la salida de Yemen, donde sus fuerzas combaten contra los huthis (insurgencia chiita auspiciada por Irán).
En Irán, epicentro de protestas por la inflación, el desempleo, la corrupción y los frágiles servicios públicos, el ayatolá Ali Khamenei se jacta de tener ahora un enemigo a su altura, Trump, después de las concesiones de Barack Obama. Entre ellas, el acuerdo nuclear firmado en 2015 con el grupo 5+1 (Estados Unidos, China, Francia, Reino Unido, Rusia y Alemania). Un acuerdo que Trump quiso dinamitar desde su primer día en la Casa Blanca con el guiño de Netanyahu. A Trump y Netanyahu los une un enemigo común, Irán, país chiita en un universo sunita y cristiano y no árabe en un universo árabe. Egipto (uno los pocos de la Liga Árabe que reconoció a Israel en 1973) y, en un abrupto cambio, Arabia Saudita (en contra de la creación del Estado judío en 1948) también comulgan con ambos.
En Medio Oriente, Rusia jugó a varias bandas. Lideró con Turquía, apoyando a facciones diferentes, la búsqueda de una salida negociada para preservar en el poder al dictador sirio Bashar al Assad de común acuerdo con Irán. Y también contuvo la frontera con Irak frente a los embates del Daesh, prioridad de Estados Unidos. Eso no hizo mella en su relación con Israel. Vladimir Putin se ve ahora en un aprieto: ¿Cómo mantener la neutralidad entre Israel e Irán? Un dilema no despejado por las escaramuzas mientras las urgencias internas demandan apuros externos de desenlace incierto.