“Las personas no son recordadas por el número de veces que fracasan, sino por el número de veces que tienen éxito”. Thomas Alva Edison
La selección de futbol de la Argentina está integrada por jugadores que son figuras en sus equipos y como si eso no fuese suficiente, cuenta entre sus filas con el mejor jugador del mundo, Lionel Messi. Esta selección ha sido subcampeona en el mundial del 2014 al igual que en las dos últimas Copas América (2015 y 2016).
Teniendo en cuenta que estas preseas son muy importantes, entonces ¿por qué en Argentina se consideran un fracaso estos resultados? Quizás la respuesta la encontremos en la frase que sentencia “el segundo es el primero de los últimos”, paradigma de nuestra mísera idiosincrasia triunfalista, quizás un soberbio espejismo de algún atávico y velado complejo de inferioridad.
Los argentinos somos adolescentes que no toleran la derrota, tanto es así, que incluso llegamos a sacrificar todo en procura de alcanzar la victoria; sacrificamos nuestros afectos, sacrificamos la moral, incluso sacrificamos nuestra dignidad e integridad.
Pirro fue un general que enfrentó a los romanos y los venció al costo de perder casi todo su ejército, luego de la victoria dijo: “Una victoria más como esta y regreso sólo a casa” (de ahí viene la famosa expresión una victoria pírrica). Esa es la mentalidad, esa es la actitud del argentino ante la posibilidad del fracaso que tanto lo aterra.
Es tal el prejuicio al “qué dirán”, la casi sinonimia de fracaso y degradación, la pobre, lúdica, frustrante e infantil concepción del fracaso de los argentinos, por demás asociada al “game over”; que en su afán de victoria, el hijo de esta tierra ofrenda su ética e inmola sus valores con tal de evitar esa humillación; vence, pero vuelve a casa sólo, sin su ejército de principios, principios masacrados en el camino.
Somos claros representantes de la idea maquiavélica de que “el fin justifica los medios”. Y basados en este principio (que hipócritamente negamos), nos vanagloriamos de “la mano de dios” ante los ingleses o de “los bidones de agua de Bilardo” o de cómo “le pasamos el cuarto a algún gil” o de “cómo evitamos hacer una cola”. Nos pavoneamos de lo que en realidad es una vergüenza, alardeamos de nuestra “viveza criolla”.
¡Incluso el truco, nuestro juego de cartas tradicional, se basa en la mentira y el engaño!
La falta de tolerancia del fracaso ajeno, más la incapacidad de sobreponernos al fracaso propio, sumados a las condiciones burocráticas laberínticas del estado, sólo tienen un resultado posible: la paralización del desarrollo económico, científico y social del país.
Esta conjunción de elementos, esta suma de engranajes se transforma en una fabulosa máquina de impedir, máquina que nos convierte en personas abúlicas, en conservadores satisfechos que viven atrasando en un mundo que se reinventa incesantemente, que avanza en progresión geométrica y que irremediablemente vemos día a día más distante.
En su libro “Innovar o morir”, Andrés Oppenheimer hace una descripción brillante de esta situación: “Si queremos subirnos al mundo debemos correr, el mundo no se va a detener ni nos va a esperar para que lo hagamos”.
Para ello, la política debe hacer su parte. Paradójicamente lo que debe hacer es hacer lo menos posible y no molestar a los que producen. Es imperioso simplificar los procesos burocráticos, eliminar las trabas legales, terminar con las corporaciones sindicales y colegiadas, acabar con los privilegios que el estado brinda a empresas y personas, cancelar los subsidios que distorsionan la economía, bajar los costos laborales e impositivos y facilitar la inserción en el mercado mundial de los medianos y pequeños productores.
El estado tiene mucho que modificar, pero nosotros también tenemos el desafío de cambiar.
Primero debemos permitirnos el fracaso propio, asumirlo como una posibilidad cierta. Thomas Alva Edison desdramatiza el fracaso y lo revalora al asegurar que “Una experiencia nunca es un fracaso, pues siempre viene a demostrar algo”; por su parte, Johann W. Goethe asevera que “el único hombre que no se equivoca es el que nunca hace nada” y Franklin D. Roosevelt agrega “En la vida hay algo peor que el fracaso: el no haber intentado nada”.
El triunfalismo no es otra cosa que un signo de inseguridad, de falta de confianza en uno mismo. No pretendo encontrar en el fracaso un lado positivo (como en los libros de autoayuda) porque simplemente no lo tiene.
Lo positivo no es el fracaso, lo positivo es el coraje de intentarlo, el coraje de enfrentarse a la posibilidad de fallar y aun así no retroceder.
Una de las tres virtudes que Platón describía en el sabio, era la fortaleza y esa fortaleza no es la energía para enfrentar al enemigo, tampoco es el valor de afrontar las vicisitudes; esa fortaleza se refiere a la capacidad de combatir uno contra uno mismo y vencer.
Por otra parte, así como debemos aprender a asumir con naturalidad nuestros fracasos, también debemos hacerlo con los fracasos ajenos. Una persona, intelectualmente honesta, que ha fracasado y lo ha asumido, tendrá mucho más que ofrecer que aquel que nunca mostró valor y fortaleza, que aquel que nunca intentó, que aquel que nunca salió de su zona de confort.
Por último, también debemos aprender de nuestros fracasos como ciudadanos. En los últimos 100 años la Argentina pasó de ser el 8º país del mundo, a convertirse en apenas una nación mediocre.
Para explicar o justificar esta decadencia, no busquemos culpables en el extranjero, tampoco en las multinacionales ni en los políticos. Todos y cada uno de nosotros somos responsables de nuestro fracaso como país por inacción, por desidia; en nuestra comodidad hemos cedido el manejo de la patria a los corruptos y demagogos; y ahora estamos pagando las consecuencias.
Respecto a la política, no puede hacerse nada. La política sólo puede cambiar desde la política. El político sólo recauda, legisla (utiliza el poder coercitivo del Estado) en favor del que vive de aquel que que paga impuestos; porque el dinero del contribuyente va a parar a un saco sin fondo (nadie sabe cuánto hay en él), entonces se saca dinero de ahí y se beneficia al parásito (a veces amigo/familiar) a cambio de un diezmo. El político no tiene responsabilidades, ni consecuencias negativas por su accionar. ¿Por qué va a cambiar y hacer lo que realmente debería hacer? El ciudadano no puede cambiar nada, sólo puede votar cada dos años a A, B o eventualmente C, que con diferentes matices seguirán manteniendo "el sistema"; o votar en blanco, en cuyo caso ganará A, B o C, entonces el ciclo de decadencia argentina no terminará jamás.
Marx decía que la religión es el opio de los pueblos y el de la Argentina es el futbol, con todo incluido: drogas, corrupción, prostitución, negociados, etc. etc. etc...
Primero: no se puede tener dirigentes impolutos, si salen de una sociedad corrupta. Segundo: la pobreza esta en la mente de los ciudadanos. Tercero: yo no tengo la culpa. Yo no estaba. Yo no los vote. Yo no hice nada. Atentamente