Un 1° de julio, de hace ya 44 años, moría un icono de la política Argentina. Quizás, el último de los personajes de nuestro país, que ha pasado a la historia.
Robert Potash, en su libro “Perón", dice que para poder entender a este líder, primero hay que entender al argentino.
Y el argentino del último siglo, ha demostrado ser un cobarde. Un cobarde cívico y sobre todo un cobarde intelectual.
Ha demostrado ser incapaz de asumir la responsabilidad de tomar decisiones, ha demostrado su dependencia y su sometimiento absoluto a la voluntad del mandamás de turno.
Desde Irigoyen a la fecha (por no analizar cosas más viejas), hemos buscado desesperadamente un caudillo que nos diga qué debemos hacer, un cabecilla que resuelva nuestros problemas.
Hemos resignado nuestro derecho y obligación de pensar y de decidir, y hemos optado por cederle el control de nuestras vidas al líder del momento.
¿Por qué? Porque es más simple cargar las culpas de nuestro fracaso sobre los hombros de aquel al que coronamos como nuestro salvador.
Y digo coronamos, porque en el fondo, nunca dejamos de ser monárquicos, porque nos aterra el desafío de ser una república y de ser los soberanos de nuestras vidas.
Es así que, los que nos han gobernado durante los últimos 90 años, fueron los mesías de los que esperábamos algún milagro.
Descontando a los militares, a los que los argentinos recurrimos, erróneamente, buscando resolver las desastrosas consecuencias de nuestras pésimas selecciones; siempre fuimos gobernados por el radicalismo, el peronismo y ahora por cambiemos.
Estos tres “partidos políticos” tienen en común, que en realidad, no son partidos; son “movimientos políticos” que se han institucionalizado.
Los partidos políticos tienen en sus plataformas, una posición ideológica clara, una idea filosófica definida.
En cambio, los movimientos políticos, nacen de los sentimientos y las necesidades coyunturales a los que se enfrenta una sociedad.
El radicalismo terminó de gestarse en la revolución del parque de 1890, sus principales figuras pertenecían a la intelectualidad del momento y representaban a un sector de la sociedad (la mal llamada clase media), que pretendía se terminase con la camarilla oligárquica que manejaba el poder.
En cambio, el peronismo tiene la particularidad de que fue gestado en la cabeza de un Coronel, quien era secretario de trabajo, ministro de guerra y vicepresidente de una dictadura nacida de un golpe militar del que él fue partícipe.
Dueño de un discurso demagógico “popular”, el carismático “Coronel Kolinos” supo explotar el momento histórico nacional e internacional para seducir a millones de argentinos que esperaban el milagro augurado por el Martín Fierro:
Tiene el gaucho que aguantar
hasta que lo trague el hoyo
o hasta que venga algún criollo
en esta tierra a mandar.
Pero lo cierto es que, como decía Juan Bautista Alberdi “La ignorancia no discierne, busca un tribuno y toma un tirano. La miseria no delibera, se vende”.
Perón convenció a los sectores más postergados, de que “el pueblo siempre tiene la razón” y montado en sus sueños, azuzándolos con promesas mentirosas y alimentándolos con “conquistas” financiadas en base al derroche irresponsable de las reservas, supo convertirse en su héroe, en un “desinteresado” y abnegado intérprete de “la voluntad de su pueblo”.
Esta imagen paternalista y a la vez de sufrido siervo de su destino, se vio acrecentada con la prematura muerte de Evita, su compañera y alma mater.
¿Y cuál es el resultado de este amorío de Perón con “su pueblo”? El único posible, el que Juan Bautista Alberdi vaticinó casi un siglo antes: “El amor a la patria de nuestros demagogos, es como el de esos seductores que hacen madres a las niñas honestas: sincero como sensación, pero desastroso para el objeto amado”.
Para finalizar, analizaré algunas de las “20 verdades peronistas” y la incongruencia que mantienen con ellas los que se consideran sus apóstoles.
Verdades 4 y 5: “no existe para el Peronismo más que una sola clase de personas: los que trabaja” y “en la nueva Argentina de Perón, el trabajo es un derecho que crea la dignidad del Hombre y es un deber, porque es justo que cada uno produzca por lo menos lo que consume”.
A estas le agrego, como bonus track una sentencia de Juan Domingo del 17 de julio de 1944: “dividimos al país en dos categorías: una, la de los hombres que trabajan, y la otra, la que vive de los hombres que trabajan. Ante esta situación, nos hemos colocado abiertamente del lado de los que trabajan".
Los peronistas del siglo XXI son los reyes de los planes sociales, los ñoquis y los empresarios truchos… todo muy lejos de “el trabajo” y de la “producción, al menos, de lo que se consume”.
Verdad 19: “constituimos un gobierno centralizado, un Estado organizado y un pueblo libre”. En esto les doy la derecha a los adláteres de Perón, pocos políticos son más unitarios que los justicialistas disfrazados de federales.
Por último las verdades 12 y 14: “en la nueva Argentina, los únicos privilegiados son los niños” y “el Justicialismo es una nueva filosofía de la vida, simple, práctica, popular, profundamente cristiana y profundamente humanista”. Luego, los “representantes del pueblo peronista” parecen haber olvidado estas máximas de su catecismo, avalando el homicidio de “el niño por nacer”, el más desprotegido de todos los seres humanos.
Juan Domingo Perón fue, sin duda alguna, uno de los mayores responsables del “Imperio de la Decadencia Argentina”.