El jueves 13 de septiembre fue un día histórico para la Argentina. No porque el asesinato de un criminal haya quedado impune; tampoco porque la familia de esa persona esté molesta o dolorida. Eso no es para festejar. Fue un día histórico porque el sentido de justicia básico y universal, que reside en la consciencia del ser humano medio, ha prevalecido sobre las elucubraciones abstractas y dogmáticas de una minoría que ha pretendido autoinfligirse un aire de falsa superioridad alejándose deliberadamente del sentido común.
Un jurado popular declaró “no culpable” a Daniel Oyarzún, el carnicero que, en un día de trabajo común y corriente, fue sorprendido y atacado por unos malhechores que casi arruinan por completo su vida. Sólo la arruinaron parcialmente (perdió su negocio), y ahora el jurado popular le ha dado a esta víctima una nueva oportunidad para reconstruir su vida y su tranquilidad.
Él trabajador en cuestión no eligió la situación que lo llevó a quitarle la vida a un delincuente, atropellándolo tras perseguirlo con su auto. Él sólo se dedicó a trabajar, cooperar y alimentar y cuidar a su familia.
Fueron ellos, los delincuentes, quienes en algún momento tomaron la decisión de arriesgar su propia vida, y la de ciudadanos inocentes, sólo por un mísero botín material ajeno. No era justo que el carnicero fuera declarado culpable, ni siquiera aunque la pena hubiera quedado en suspenso. El peso simbólico de una condena judicial hubiera sido una afrenta infame para un ciudadano de bien.
Preguntado sobre si el fallo hubiera sido igual en caso de haber sido decidido por un juez, Ricardo Canaletti, uno de los analistas penales más reconocidos y escuchados del país, respondió contundentemente que no. Esto amerita una reflexión sobre la medida en que los jueces de nuestro país se han alejado del sentir general de justicia de la sociedad. ¿Acaso no es el Derecho una herramienta para proteger ese sentido básico de justicia que tenemos los seres conscientes, racionales y empáticos? No se trata de acomodar la ley a la opinión personal, sino de que el Derecho cumpla su cometido.
Este cambio es un eslabón de un proceso más amplio, que tiene que ver con la democratización de Argentina. No se trata de Macri o de Cambiemos. Es un proceso que ocurre por la confluencia de fuerzas históricas diversas, algunas más lejanas en el tiempo y otras más cercanas, que favorecen la consolidación de instituciones representativas. El fin de las dictaduras militares, la continuidad de la experiencia electoral, la madurez relativa de la cultura democrática de la población, el surgimiento de partidos no clientelares, el desarrollo de medios de comunicación independientes, la consolidación de una Corte Suprema independiente y el hartazgo de la ciudadanía con la corrupción, son algunos de los factores que pueden enumerarse en relación con este proceso de consolidación democrática.
El juicio por jurado, que está en nuestra Constitución desde 1853 pero recién ahora empieza a ser implementado por algunas provincias, es un elemento que apuntala lo anterior.
La institución del jurado popular, bien implementada (como parece ser que lo está en la provincia de Buenos Aires), tiene numerosas ventajas. No es sólo una manera de que el pueblo se sienta más reflejado en el contenido de los fallos judiciales. También supone una mayor consciencia y conocimiento de los ciudadanos sobre los principios generales y fundamentos del Estado de Derecho, un mayor sentido de la responsabilidad compartida, un mayor nivel de respeto y confianza hacia las instituciones y una superior independencia y agilidad del Poder Judicial. Pero, sobre todas las cosas, el juicio por jurado es, básicamente, más probabilidad de justicia y menos de dogmatismo irreal.