Últimamente, por una combinación de factores, en Argentina parece haber ganado protagonismo un criticismo inconducente. El espíritu crítico es un valor fundamental, que hace a la cultura democrática, a no conformarse con la realidad tal cual es y a buscar mejorarla. Pero cuando la crítica se fusiona con el dogmatismo, el resultado es el criticismo, que no tiene nada que ver con el espíritu crítico ni con la firme y sana exigencia hacia los gobernantes que debe existir en democracia.
El dogmatismo es la valoración o el juzgamiento de las ideas exclusivamente en función de su coherencia abstracta respecto de un sistema de ideas concebido de antemano. Es decir, no se juzgan las ideas por su efecto práctico a favor del bien común (esto último es, en sentido filosófico, el pragmatismo), sino por su mera lógica interna. Pasa a haber una desconexión entre las ideas y la realidad.
Todas las ideologías pueden abordarse y aplicarse de una manera más o menos dogmática, pero son las ideologías autoritarias las que tienen un rango de dogmatismo potencial sustancialmente más elevado. Esto se debe a que dichas ideologías se basan en presupuestos erróneos sobre la naturaleza humana, lo cual obliga a exacerbar el dogmatismo para que el sistema de pensamiento autoritario pueda procesar la realidad sin colapsar (intelectualmente hablando). Las ideologías autoritarias tienden al reduccionismo y al determinismo, negando o subestimando el libre albedrío y la racionalidad individual, para justificar la plena concentración del poder y la confianza excesiva en el papel del Estado.
En Argentina, lamentablemente, por obra del elevado nivel de fanatismo y de dogmatismo en amplios sectores de los formadores de opinión (en particular debido a la amplia difusión de las ideas de extrema izquierda), tiende a haber mucho criticismo y poco espíritu crítico propiamente dicho.
La crítica (propiamente dicha o “constructiva”) es concreta. Apunta a transformar la realidad y se focaliza en el análisis de efectos prácticos de medidas y reglas específicas. El criticismo es abstracto. Tiende a basarse en la atribución de mala voluntad al adversario por el solo hecho de pensar distinto (no por existir alguna prueba o indicio puntual de corrupción, que más que crítica sería denuncia). La crítica constructiva tiende a ser más mesurada y a buscar puntos de contacto y de acuerdo, por lo menos cuando al adversario lo separa una diferente forma de pensar, y no un actuar corrupto o autoritario que amenace derechos y libertades esenciales. El criticismo es desaforado y, sin proponer ninguna alternativa o medida concreta, tiende a soltar ataques lapidarios que no dan margen para el debate ni para el acuerdo.
Todos caemos a veces en un poco de criticismo. Errar es humano. Pero hay razones para pensar que en la Argentina de hoy el criticismo (y presumiblemente el dogmatismo que lo alimenta) es preocupante. Es de esperar que sea así cuando la oposición al gobierno nacional se encuentra liderada (si no tanto en votos, por lo menos en resonancia del discurso) por un grupo político de extrema izquierda (el kirchnerismo).
Éste tuvo y tiene afinidad ideológica con modelos autoritarios inhumanos (como el castrismo, el chavismo-madurismo y el orteguismo sandinista). Más aún, durante doce años hizo todo a su alcance para concentrar progresivamente el poder en contra de la transparencia, la división de poderes y el Estado de Derecho. Esto incluye dos reformas al Consejo de la Magistratura para ampliar la injerencia política en el Poder Judicial (una declarada inconstitucional en forma definitiva y la otra en forma no definitiva); el incumplimiento de la legislación de acceso a la información pública; la desactivación de los mecanismos de control; la politización y subordinación ideológica de las fuerzas armadas; la creación de un sistema de inteligencia militar paralelo al civil para espionaje interno; la destitución o neutralización de fiscales que investigaban al gobierno, como Campagnoli o Taiano; el control de los medios de comunicación con distribución discrecional de la pauta y con la ley de medios, calibrada e implementada para desarticular el principal grupo de medios independiente y crítico del entonces gobierno; etc.
El gobierno actual, con sus errores, está haciendo malabares para salir de una situación sumamente complicada de déficits masivos, elevado gasto público y alta inflación. Podrá haber cometido errores, pero la oposición (o la parte más visible y ruidosa de ella) lo critica en forma desmesurada, como si la situación hubiese sido generada por el gobierno y no heredada, y lo critica por igual si baja el gasto público, si se endeuda o si no logra reducir la inflación al ritmo previsto (cuando una cosa se conecta con la otra).
Pero este criticismo inconducente y dogmático no es exclusivo del kirchnerismo. Lo vemos en muchos ámbitos o discusiones. En el caso del movimiento feminista, los grupos que lo lideran (de nuevo, por lo menos mediáticamente) se centran en una crítica abstracta al capitalismo (que lleva implícita un rechazo de la democracia) y en una demonización del actual gobierno (algo que se les ha complicado luego de que se abriera la discusión sobre el aborto) y a veces incluso del género masculino (algo ridículo).
Hay mucho para hacer a favor de la igualdad de oportunidades entre hombre y mujer y a favor de la prevención y sanción de la violencia contra la mujer y contra cualquier minoría sexual o de cualquier otro tipo. Por ejemplo, se podría habilitar a cualquier persona a denunciar violencia de género por la sola sospecha, sin exigirle a la mujer golpeada y dominada que ratifique la denuncia. O se podría luchar en contra del garantismo penal y de la impunidad, que tienden a dificultar el efecto disuasivo de las penas. Pero las feministas extremas (no las democráticas, que son la mayoría pero tienen menos poder y visibilidad) reducen su discurso a la exigencia de fondos (que manejarían ellas, ampliando su base de sustentación política) y a la denuncia en abstracto de una supuesta masculinidad intrínseca del sistema vigente (lo que implica una condena de la democracia y un rechazo de la sociedad libre, la cual apenas estamos empezando a consolidar y cuyos frutos recién comienzan a asomarse).
Recientemente, durante la discusión en el Congreso sobre el aborto, militantes estudiantiles de colegios secundarios llegaron a “tomar” los colegios, violando flagrantemente las leyes e impidiendo a la mayoría de los estudiantes acudir a los establecimientos, porque querían “visibilizar” el reclamo sobre el aborto legal. No sólo no es legítimo que estudiantes tomen por la fuerza un colegio (incluso aunque lo voten en una asamblea), sino que incluso semejante daño a la institucionalidad y a la cultura del respeto y de la legalidad, por no agregar a la educación, se hacía para visibilizar un reclamo que no podía estar más visibilizado, ya que se estaba tratando en ese mismo instante en el Congreso de la Nación y con sendas multitudinarias marchas a favor y en contra de la ley en cuestión. O sea que estaban causando un daño ilegal a la sociedad para absolutamente nada. Pero sí se preocupaban por hacer el tedioso esfuerzo de hablar con la terminación “e” (el llamado “lenguaje inclusivo”), algo sin efecto práctico alguno (puesto que quien discrimina no lo va a dejar de hacer por escuchar a alguien hablando con “e”). Hasta ese punto llega el dogmatismo en nuestro país. Pero esos estudiantes aparecieron horas y horas frente a las cámaras de todos los noticieros nacionales, hablando de los temas más diversos y ejerciendo libremente el criticismo contra el gobierno nacional y contra el sistema vigente (que es la democracia, a la cual llaman “patriarcado”). El enorme espacio en los medios que tuvieron pareció, no ya una legitimación, sino una premiación o reconocimiento por su conducta inapropiada.
Algo similar sucede con el indigenismo violento del RAM. Igual que en el caso anterior, la mayoría de los mapuches son pacíficos y respetan el Estado de Derecho democrático vigente. Pero, por algún motivo, el fanatismo hace más ruido y el discurso indigenista visible se vuelve dogmático e interesado. Lo que piden son más y más tierras y recursos para sus propios movimientos políticos (generalmente adquiridos de facto a través de ocupaciones ilegales), y no soluciones prácticas a los problemas de la población (que en la mayoría de los casos son problemas comunes a todos los argentinos).
Necesitamos que en la Argentina se empiece a premiar y a darle más espacio a los discursos democráticos y a las críticas ingeniosas y constructivas. Tenemos que premiar más el esfuerzo y el pensamiento en vez del patoterismo y el fanatismo. En eso, todos los ciudadanos tenemos algo que ver (en función de qué discurso consumamos más), en especial los periodistas (en cuanto a darle espacio y visibilidad a quienes carecen de una actitud y de un léxico incendiario). Todas las opiniones deben ser escuchadas, pero hay un problema cuando la medida en que una opinión es escuchada es proporcional a la medida en que la persona viola la ley, agrede, denuncia el sistema democrático vigente en abstracto y demoniza al interlocutor por el solo hecho de pensar distinto.
Para que esto no sea una versión más del criticismo (aunque creo que en todo lo anterior hay una propuesta práctica concreta), cabe mencionar una reforma institucional que estimo podría ser muy útil. Mucho se ha comentado sobre lo civilizado, racional y respetuoso que fue (por lo menos hasta ahora) el debate sobre el aborto en el Congreso. Pero nadie parece haberse preguntado el por qué de este fenómeno de civilidad que, como caja de resonancia que es el Congreso, parece haber irradiado a la sociedad toda en alguna medida. Y la causa es muy simple: como es un asunto extremadamente complejo que trasciende las fronteras ideológicas y partidarias, era demasiado riesgoso y poco redituable bajar línea, con lo cual los líderes partidarios optaron por dar “libertad de acción”. Esto nos habla del verticalismo que hay en nuestro Congreso y de lo poco autónomo que es. Gracias a la “libertad de acción”, los diputados y senadores pudieron actuar como verdaderos legisladores y representantes del pueblo (que es lo que en teoría son). Cada uno pensó, debatió y decidió por sí mismo. Hubo espacio para discusiones serias y para la escucha interesada de los expertos. Personas de distintos partidos pudieron acercarse y darse cuenta de que en un asunto particular pensaban igual.
¿Cómo logramos incentivar (no necesariamente siempre con éxito) este tipo de comportamientos en nuestros legisladores? De una forma muy simple, que idearon los antiguos atenienses y que replicaron tradicionalmente los países anglosajones (que han sido en general, en el tiempo moderno, las democracias más estables). Se trata de la elección por circunscripción uninominal: que para la elección de diputados cada provincia se divida en tantas circunscripciones como diputados a elegir.
Así, los diputados no accederán a su banca por haber sido apuntados en una lista por su jefe partidario, sino por ser conocidos, respetados y apoyados en forma directa por un grupo relativamente reducido de ciudadanos de su propio barrio o localidad, a quienes vieron y deberán seguir viendo a la cara. Dependerán de la porción de pueblo que los votó y cada ciudadano conocerá, elegirá y podrá controlar y castigar con el voto a su representante en el Congreso. Legisladores con la cabeza en el pueblo y con los pies sobre la tierra es lo que necesitamos para reducir el nivel de dogmatismo de nuestra política, lo cual impactará positivamente en el debate público y en la cultura democrática. El criticismo cederá a la crítica. No será la panacea, pero podría ser un comienzo.