¿Qué pasaría si el magnate Michael Bloomberg peleara las primarias demócratas para ser candidato a presidente de Estados Unidos en 2020 en lugar de invertir 80 millones de dólares en los suyos para ganar las legislativas de 2018 y alcanzar la mayoría de número en la Cámara de Representantes? Quizá una cosa tenga que ver con la otra. En la democracia, todo vale. O casi todo. La idea de ser candidato a presidente rondó en la cabeza de Bloomberg, exalcalde de Nueva York, en las elecciones de 2008 y de 2012. Creyó entonces que era inviable, sobre todo frente a la figura carismática y emergente de Barack Obama, elegido y reelegido en forma sucesiva.
¿Qué pasaría si otro magnate de filiación demócrata, Tom Steyer, hiciera lo mismo en lugar de donar 30 millones de dólares para el mismo fin y subir la apuesta con otros 40 millones para lograr en ese ámbito el apoyo al virtual impeachment (juicio político) de Donald Trump? En 2017 había desembolsado 20 millones de dólares a favor de la causa demócrata. ¿Qué pasaría si, en plan de sincerar aportes, Sheldon Adelson y los hermanos David y Charles Koch dejaran de sostener a los republicanos a golpes de cheques en el Congreso, fijándoles desde la ideología hasta la agenda? Otra rendija legal de la democracia.
No se trata sólo de campañas al mejor postor, como refiere el diario español El Mundo en un artículo titulado “Estados Unidos: ¿una democracia o una empresa?”, sino de una realidad disimulada frente al elector de a pie. La de aquellos que, en su afán de obtener leyes o decretos afines a sus intereses sin vulnerar la democracia, no escatiman gastos para influir en las campañas. En 2010, la Corte Suprema“eliminó las restricciones a individuos, empresas, organizaciones de todo tipo (desde grupos ecologistas hasta patronales o sindicatos)” para “donar todo el dinero que quieran”, sin importar si son nativos o extranjeros, “a grupos que apoyan las políticas de sus candidatos favoritos”.
Tampoco se trata de un fenómeno exclusivo de la democracia de Estados Unidos. En Alemania, según un estudio de Peter Pulzer, profesor emérito Gladstone de Gobierno de la Universidad de Oxford, “la relación entre dinero y votos puede tener una serie de consecuencias desfavorables. Por ejemplo, que individuos, empresas y grupos de lobby ejerzan una influencia desproporcionada en los programas políticos y en las decisiones legislativas. También puede permitir que los políticos o los partidos recompensen con favores a los votantes, y puede crear condiciones de competencia desiguales”. Nicolas Sarkozy, presidente de Francia entre 2007 y 2012, estuvo detenido y debió responder por aportes ilícitos procedentes de Libia.
En Argentina, conmocionada al estilo Brasil por el desfile en los tribunales de empresarios arrepentidos de haber contribuido a enriquecimientos ilícitos durante el gobierno de los Kirchner, hubo más de 200 casos de personas que figuraban como aportantes de 10 a 300 dólares, y algunos más, sin su conocimiento ni su consentimiento, para la campaña legislativa de 2017 de los candidatos por la coalición gubernamental Cambiemos. En Perú, el expresidente Alan García negó aportes de una compañía brasileña para su campaña de 2006, pero todos los expresidentes vivos de la democracia peruana, cinco en total, tienen problemas con la justicia por causas que van desde la corrupción hasta los delitos de lesa humanidad.
En Estados Unidos, como en otros confines, los aportantes millonarios sostienen cuatro pilares: la reducción de impuestos y de cargas laborales a las empresas para incrementar sus ganancias; la eliminación de las regulaciones; la contención de los sindicatos, y la apertura comercial. En ese punto disienten con las políticas de Trump, propenso a renegociar, si no a liquidar, los acuerdos firmados por sus antecesores y a imponer aranceles a las exportaciones, como ocurre con China. Trump y los Koch, padrinos y tutores del presidente de Representantes, Paul Ryan, libran una batalla de alto voltaje y bajo perfil.
Es algo que no trasciende en las campañas, hechas a imagen y semejanza de aquellos que aún confían en el ideal de sociedades más justas y Estados menos intrusivos. Muchos no pierden la ilusión de verse representados por políticos que no traman ardides para beneficiar desde el Estado el capitalismo de amigos bajo la promesa de ser el gobierno del pueblo y para el pueblo a expensas de una minoría con voto calificado.