A mediados de la década del cincuenta, el líder independentista argelino Abane Ramdane se preguntó si era mejor matar a una decena de enemigos en un barranco remoto, «cuando nadie hablará de ello», o «a un solo hombre en Argel, del cual se harán eco al día siguiente». La cadena de explosiones del Domingo de Pascua en iglesias y hoteles de Colombo, Sri Lanka,respondió a ese patrón. No por una causa concreta, como la independencia de Argelia en el caso de Ramdane, “arquitecto de la revolución”, sino por la necesidad de transmitir un mensaje: el Daesh, ISIS o Estado Islámico sigue vivo tras ser derrotado en Siria y en Irak e insiste en perseguir a los cristianos.
La masacre de Sri Lanka, con más de 350 muertos y un tendal de heridos, pretendió ser en respuesta a la escabechina en dos mezquitas de Christchurch, Nueva Zelanda, el 15 de marzo. Ese día, en nombre de la supremacía blanca, Brenton Tarrant, australiano de 28 años, mató a medio centenar de musulmanes con una cámara en el casco con la cual iba transmitiendo las imágenes por las redes sociales como si se tratara de un videojuego. El Daesh, con el aporte del grupo islamista esrilanqués National Thowheed Jamaath, utilizó la supuesta guerra religiosa como una excusa. La excusa de su propio juego. El de la desestabilización.
Un horror tras otro. El otro, el de Sri Lanka, tuvo como destinatarios a los cristianos, perseguidos en varias latitudes como en sus orígenes, según el papa Francisco. Uno de cada cinco vive en países en los cuales son discriminados u hostigados. Sólo en 2018 murieron más de 4.300 y más de 1.800 iglesias han sido atacadas. El 61 por ciento de la población mundial reside en países en los cuales los ciudadanos no pueden expresar con total libertad su fe.
La caída de los regímenes autocráticos que garantizaban su seguridad y la libertad de culto, como los de Hosni Mubarak en Egipto y de Saddam Hussein en Irak, así como la guerra en Siria contra la dinastía de los Assad, acentuó su desprotección, al igual que en Nigeria, Somalia, Kenia, Sudán y Mali. Otro tanto ocurre en países de mayoría budista de Asia, como Myanmar, Camboya y Mongolia, donde la combinación letal de fanatismo, desesperación y pobreza crea terrenos fértiles para el extremismo. En Sri Lanka, la guerra contra los separatistas Tigres Tamiles, pioneros en el terrorismo suicida y del uso de civiles como escudos humanos y de niños en los combates, terminó en 2009.
La década siguiente estuvo plagada de estallidos de violencia que fueron caldeando las tensiones étnicas y religiosas. Los cristianos no son una etnia ni tienen otra nacionalidad. Conviven con la mayoría budista cingalesa. La única diferencia es religiosa, como ocurre en otros confines. La rutina del terror apuntó contra ellos, pero, como en Kabul, El Cairo o París, no respetó etnias ni religiones ni nacionalidades. Mató a civiles de las minorías tamil hindú (originaria del sur de India) y musulmana, así como a budistas y extranjeros, en la capital, no en un barranco remoto, en el día más sagrado de los cristianos. El de la resurrección.