Cuando Donald Trump dio luz verde a la aplicación del título III de la ley Helms-Burton contra Cuba supo que el tiro iba a dar en la frente de Venezuela y de Nicaragua, sostenes del régimen comunista, más allá de los reclamos de la Unión Europea, Canadá, Reino Unido, Japón, Rusia y China por las compañías que operan en la isla. Era parte del plan contra la "troika de la tiranía", como la definió John Bolton, asesor de seguridad nacional de la Casa Blanca, antes de que el presidente encargado de Venezuela, Juan Guaidó, liberara con militares disidentes a Leopoldo López, el preso político que lidera Voluntad Popular, su partido, y recobrara bríos contra el régimen de Nicolás Maduro.
Trump mantiene viva la opción militar contra Venezuela a contramano de sus aliados, entre los cuales se encuentra el Grupo de Lima. El presidente de Colombia, Iván Duque, cuyo país ha recibido la mayor parte de la diáspora venezolana, debió advertirle al secretario de Estado de Estados Unidos, Mike Pompeo, que nadie le dicta qué debe hacer. Por la libre, Estados Unidos disuadió a la inversión extranjera en Cuba con la posibilidad de que los ciudadanos norteamericanos, sobre todo los de origen cubano, entablen demandas por las propiedades confiscadas después de la revolución de Fidel Castro en 1959. La Unión Europea recurrió al "estatuto de bloqueo" contra las sentencias de tribunales de Estados Unidos.
La ley Helms-Burton debe su nombre al senador republicano Jesse Helms y al representante demócrata Dan Burton. Data 1996, cuando un caza ruso de la fuerza aérea cubana derribó dos avionetas civiles de la organización Hermanos al Rescate. Entonces, Bill Clinton rubricó la pena contra Cuba. Veintitrés años después, Trump desempolvó la ley, no ejecutada en su totalidad por Clinton ni por George W. Bush ni por Barack Obama. Disparó la bala de plata. En casa, contra el legado de Obama tras la ruptura del deshielo con Cuba y a favor del voto de Florida en las presidenciales de 2020 con el guiño del senador republicano Marco Rubio. En el exterior, contra Maduro y Daniel Ortega, responsable del caos en Nicaragua.
Las sanciones de Estados Unidos coincidieron con el estreno de la nueva Constitución de Cuba, que mantiene el Estado de un solo partido y la gestión socialista de la economía, pero reconoce la propiedad privada y las inversiones extranjeras. El endurecimiento del embargo comercial pone en aprietos al sucesor de los Castro, Miguel Díaz-Canel, dependiente del turismo y de las remesas. Dependiente, también, del petróleo subsidiado de Venezuela a cambio de miembros de los Comités de Defensa de la Revolución Cubana y de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Cuba, ubicados en puestos estratégicos del régimen de Maduro.
En Venezuela, cobijada por Rusia y China al amparo de una corrupción rampante y de una aberrante violación de los derechos humanos en medio de la crisis económica, la producción de crudo cayó en forma estrepitosa. De ella proviene el 90 por ciento de sus ganancias y, punto clave, la electricidad. Los envíos de petróleo a Cuba implican un desafío para Maduro: aplacar la ira de los suyos por los apagones o seguir siéndole fiel a un socio incondicional desde los tiempos de Hugo Chávez. De Estados Unidos, con la exportación de medio millón de barriles diarios en 2018, el régimen de Maduro recibía las tres cuartas partes de sus ingresos. Eso terminó.
Guaidó, bajo el alero de la Operación Libertad, no actuó en forma improvisada. Pompeo reveló que “líderes de alto rango” de Venezuela “estaban preparados para irse” y que Maduro “tenía un avión en la pista”, pero “los rusos le dijeron que debía quedarse”. Bolton identificó al ministro de Defensa, Vladimir Padrino López; al presidente del Tribunal Supremo de Justicia, Maikel Moreno, y al comandante de la guardia presidencial, Rafael Hernández Dala, como virtuales negociadores. Signos, negados por Maduro, de la otra parte de la estrategia norteamericana: ahondar las fisuras del régimen y la pelea de fondo. La de Estados Unidos contra Rusia y viceversa, no resuelta cara a cara.