De haber cumplido con sus amenazas, Donald Trump no hubiera cancelado 10 minutos antes un bombardeo contra Irán con aviones en el aire y buques en posición. Tampoco hubiera dado marcha atrás con la imposición de un arancel del cinco por ciento a todos los productos importados de México si no frenaba la migración de centroamericanos. Ni hubiera permitido más ensayos nucleares de Kim Jong-un. Ni hubiera descartado la “opción militar” ante la permanencia de régimen de Venezuela. Ni hubiera soslayado la interferencia de piratas informáticos de Rusia en las legislativas norteamericanas de 2018, revelada por él mismo, sospechoso de haberse beneficiado de ese artilugio en 2016.
Así como Trump insiste en la guerra tecnológica y comercial contra China y fustiga a la Unión Europea con su apoyo al Brexit y su reclamo de mayores aportes económicos a la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), también aplica en la faz doméstica su táctica, la de la negociación empresarial, en campaña para ser reelegido en 2020 mientras una veintena de precandidatos demócratas procura curarse en salud del trauma por la derrota de su última candidata, Hillary Clinton. Un traspié inesperado frente a un outsider cuya regla frente a adversarios y amigos consiste, según sus propias palabras, en “mantenerlos ligeramente desconcertados”.
En la retahíla con Irán, presidente Hassan Rouhani abandonó su habitual temple moderado cuando acusó a Trump del “retraso mental de la Casa Blanca”. Obtuvo como respuesta, vía Twitter, los motes de “ignorante e insultante”. Poco antes, Trump había amenazado con “una fuerza grande y abrumadora” al ayatolá Ruhollah Khomeini, muerto en 1989. El apellido de su sucesor, Alí Khamenei, es parecido, no igual. Dentro de su gobierno, Trump interpreta el papel de policía bueno mientras el secretario de Estado, Mike Pompeo, y el consejero de Seguridad Nacional, John Bolton, hacen el numerito de policías malos.
Lectura primaria, casi ingenua, de la suspensión sobre la hora del ataque militar contra Irán en represalia por el derribo de un dron norteamericano no tripulado en el estrecho de Ormuz. La compasión duró poco: Trump impuso sanciones contra el líder supremo, sus colaboradores y ocho jerarcas de la Guardia Revolucionaria, declarada organización terrorista por Estados Unidos. El decreto supone congelar “decenas de millones de dólares en activos”, según el secretario del Tesoro, Steven Mnuchin. Rouhani replicó: Khamenei no tiene bienes en el exterior. El secretario Pompeo cree que dispone de 95.000 millones de dólares en un fondo de inversión.
El daño colateral recayó en los países europeos que firmaron en 2015 el pacto nuclear, del cual Estados Unidos desertó en forma unilateral. Los acusa el régimen de los ayatolás de no haber hecho lo suficiente para salvarlo. El presidente de Francia, Emmanuel Macron, oficia de mediador para salvar las inversiones en Irán tanto de compañías su país como de sus aliados. La falta de ingresos por las exportaciones de petróleo apremia a una economía que se contrajo un cuatro por ciento en 2018, cuya moneda cae en picada y cuyas transferencias al exterior, en particular a organizaciones como Hezbollah que le permiten ejercer influencia regional, han disminuido en forma considerable.
Con la presión, Trump pretende un cambio de régimen en Irán. Algo tan improbable como el muro para impedir el ingreso en su país de los “bad hombres” provenientes de México, la democracia en Corea del Norte o la renuncia de Nicolás Maduro. Cuatro décadas después de la revolución islámica y de la toma de la embajada norteamericana en demanda de la entrega del depuesto sha Mohammed Reza Pahlevi, Irán responde con el derribo del dron y con el embate de la insurgencia chiita de Yemen, que apadrina, contra uno de los mayores oleoductos de Arabia Saudita tras el sabotaje contra cuatro barcos frente a las costas de Emiratos Árabes Unidos.
La escalada más silenciosa han sido los ciberataques de Estados Unidos contra el sistema informático militar de Irán. Otra muestra de fuerza en una pulseada de mayor envergadura que las otras. En casa, Trump lidia con más de un 40 por ciento de los norteamericanos que no confía en él y con un 64 por ciento que afirma que el país «se divide entre gente común y élites corruptas y explotadoras». Las estadísticas, muchas veces, empañan la realidad. Las de YouGov-Cambridge Globalism Projectcontrastan con un sentimiento a pesar de la polarización. El de vivir en el mejor país del mundo supera a otras 22 naciones auscultadas. Un capital político para continuar con las amenazas y martillar el lema America First en clave electoral.