Dicen que soy aburrido”, fue la frase con la cual De la Duda pretendió una distancia del festín, aunque su mismo eslogan dicho en el tono y con la pausa que le imprimió en su comercial de campaña significaba una traición al pretendido sentido que le deseaba dar. Dejar la fiesta por la cual se había prolongado el “uno a uno” sin dejar el “uno a uno” era como seguir repartiendo cotillón pero sin cortar la torta.
Quien había sabido ir hasta el hueso acabando con nuestras metástasis inflacionarias y deglutidoras de deuda finalmente se abandonaba en las mismas garras y, casi seguro, la razón para que esto ocurriera se encontraba en la voracidad de poder de la máquina sobre la cual estaba montado, un PJ con motor V8.
Su promocionada vuelta a Anillaco tras el fin de su mandato (el primero) rápidamente quedó extirpada por el reclamo y la necesidad de poder que surge ante la flojedad de papeles que dejan los rebuscados vericuetos de la corrupción. Las tratativas en tal sentido alcanzarían hasta el papel servilleta.
Para evitar ciertos inconvenientes surgidos de actos inconvenientes es necesario mantenerse en el poder, pero para tal fin se requiere edificar poder y, para mantenerlo en el tiempo, es imprescindible vender un elocuente relato (en ausencia o negación de un plan).
Al “uno a uno” no fue necesario adornarlo con elocuencias. Tras años de constante escala térmica basada en el valor del dólar (una desentendida escala absolutamente relativa, pero que el común de la gente entendió como la absoluta fuente de los problemas y no como un síntoma), hizo del “uno a uno” una fuente de adoración.
El casual (o no tanto) anclaje de las cotizaciones, finalmente unificadas en una paridad de unidades, pareció a la multitud la panacea y obviamente elevó a su autor a la categoría de héroe, aun a regañadientes de muchos. Posiblemente este detalle fue el que provocó la ignición que culminó en la divergencia de los caminos de Carlos y Domingo. Este último comenzaba a ser visto por más de uno como un peligro interno capaz de horadar ese poder necesario para poder salir indemne de cualquier reclamo respecto a esa corrupción casi “nesaria”2, para torcer el rumbo de esa Argentina con pretensiones hipócritas de antiimperialismo y falso tercermundismo.
¿Y qué si la convertibilidad hubiera sido dos a uno o quizá cuatro a uno? Pues nada, y hasta quizá mejor. El uno a uno fue tan redondo, tan exquisitamente vendible que debe haber significado millones de ahorro en campaña política. No fue necesaria la puesta en escena de eslóganes, ni siquiera de plataformas. Fue fácil repetir a Carlos y darle una prórroga a Anillaco.
Quienes comenzaron a apuntar contra el “uno a uno” (incluso su progenitor en forma muy elíptica) eran vistos como “los agoreros de siempre”. Casi podían formar una banda y salir de gira con su cantata. Aunque todo el mundo los escuchaba, eran pocos los que realmente querían oírlos. Si la inercia se había adueñado esta vez de la felicidad reflejada en el “deme dos”, ¿por qué razón habría que contrariarla? Si esos pequeños desajustes señalados por los agoreros no hacían mella en el festín, ni campaña en contra. Así fue como un certero rumbo surgido de un bisturí profundo quedó atado, tras ajustes necesarios nunca llevados a cabo, a una falsa expectativa: el “uno a uno”.
Brasil devaluaba y mantenía su competitividad en una globalización incipiente y aún basculante, pero por estos lares no teníamos intenciones de quitarle brillo a Pellegrini montado en nuestra unidad monetaria desafiando de igual a igual a Washington. Además, hablar de devaluación traía recuerdos muy recientes no precisamente felices. La palabra devaluación podía significar en Brasil un reposicionamiento adecuado, un esfuerzo útil, pero en Argentina, con sus fantasmas, solo significaba miedo y el miedo puede provocar avalanchas sin las contenciones necesarias, además de elecciones perdidas.
La paridad llegó a tener más peso en el electorado obnubilado (podríamos decir “boludizado”) con el consumismo que cualquier forma de propuesta seria o sincera. Cabe aclarar que en esos instantes la sinceridad podía ser causa de muerte política.
Fue así como en el final de la segunda etapa de Carlos Saúl, los dos principales contrincantes dedicados a sucederlo ofrecían la continuidad del “uno a uno”, aun cuando su fecha de caducidad había sido ampliamente superada.
El candidato de la continuidad debía competir contra su contrincante, contra su antecesor y contra la herencia corrupta y farandulesca. Fue así como el “Aburrido” pudo más y se alzó con su premio castigo: el “uno a uno”. Debió ponerse al hombro una continuidad que era insostenible.
Fernando marchó hacia la derecha, titubeó, regresó a la izquierda, no veía la salida, quedó semiinerte como esperando una indicación del camino que nunca llegaría. Quedó atrapado en el mismo laberinto que le había dado el triunfo: una convertibilidad que ya no era. Todas las soluciones lógicas (dolorosas) necesarias para salir del atolladero le fueron coartadas. Quizá confundido por su propia velocidad, no fue consciente de la cercanía con el precipicio.
La salida al balcón y la enérgica decisión política (entiéndase represión —quizás el único camino posible para ese 21 de diciembre—), fueron reemplazadas por una salida vertical no contemplada en el articulado constitucional, pero no por eso no practicada con anterioridad. Ya había un precedente y Fernando decidió hacer uso de él; la historia lo respaldaba. Fue la última navidad de pirotecnia china a precio irrisorio.
“Represión”, titularon los diarios. Parecía que rápidamente se habían olvidado la magnitud de lo que una verdadera represión hubiera significado (en este caso en particular la continuidad del Gobierno).
Cinco presidentes en una semana, default por convicción, una renuncia a distancia vía transmisión televisiva con desajuste de señal y grano de arroz analógico y, finalmente, el ingreso del capo ante la asamblea legislativa en una entrada que hubiera hecho palidecer al mismísimo Marlon Brando.
Devaluación o sinceramiento del 40%, que finalmente fue del 300% (es casi imposible ponerle números a la confianza), nuevamente sinceramiento y/o devaluación. Pellegrini estaba muerto; su billete se encogía.
Con vueltas o medias vueltas los herederos de Carlos no escaparon a la salida tan temida: la salida de la convertibilidad. Fernando le ahorró a su excompetidor el trauma de informar el fin de lo que ya estaba finalizado. El precio fue el más alto, su propio fin, y esto era previsible con los antecedentes de Alfonsín y con la izquierda dentro de la estructura de la Alianza como una bacteria invasiva necesitada de alimentarse de fracasos ajenos (es la izquierda, de eso existe).
El Gran Cabeza puso todo en orden, dejó que un economista llevara la economía adelante sin que la política se interpusiera (abolió la vaselina) e hizo con la política lo que mejor sabía hacer: política. Se movió como capo entre capos y, en un acuerdo de gobernabilidad, aceitó el camino para que el dolor monetario penetrara sin resistencia. Ya estaba todo hecho, nadie pudo evitarlo. No le faltaron sus dos muertos y aun cuando llegaron a ser pintadas y stencils, y a tener su estricto lugar de ceremonial, no pudieron con el jefe a diferencia de Fernando, a quien sus dos muertos (sin ser figuras de culto) lo acabaron.
El final del Cabeza no fue de lujo: su paridad cambiaria no fue numéricamente bonita, teníamos aftosa, visa obligatoria, mala prensa y la certeza planetaria de que esta vez Argentina quedaría en el pozo. Hasta “Terminator” (un pésimo “gobernator” del estado de California) había osado tomarnos en solfa por el simple hecho de haber tenido cinco presidentes en una semana.
(Capítulo “Fin de la fiesta” del libro El equinoccio argentino)
2 | “Nesaria”: Entiéndase como necesaria. Se trata de una expresión exageradamente riojanizada que unívocamente la ubica en la voz de Carlos Saúl como único emisor de la misma.
DE LO MEJOR QUE LEÌ SOBRE LA POLITICA DE NUESTRO PAIS. MUY CLARO ES INCREIBLE TODAS LAS COSAS QUE UNO SE OLVIDA Y LOS ERRORES QUE COMETEMOS POR ESOS OLVIDOS. ME HIZO LLORAR
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