Aclaración estúpidamente necesaria: todo lo dicho aquí es a título personal. No creo que haga falta aclarar mi relación de amor-odio hacia el oficio del periodista. Siempre he dicho que no lo soy, que simplemente trabajo de periodista porque así se dieron las circunstancias de mi vida. En tiempos en los que todos ponen en tela de juicio a todos los periodistas, en tiempos en los que otros periodistas ponen en tela de juicio a otros periodistas mejor parados, mejor pagados, cada uno cuida de su propia espalda y eso tampoco ayuda. Descreer de la honestidad intelectual de los colegas y al mismo tiempo querer defender la libertad de expresión es complicado a simple vista, pero elemental en un Estado de derecho.
La situación generada por la falta de adaptación de las empresas y de los periodistas más veteranos, el negocio periodístico entró en crisis hace tiempo en la usina generadora de contenidos: la gráfica. Por fuera de las redacciones el panorama es desolador si tomamos como parámetros algunos síntomas cada vez más leídos o escuchados: el público considera que los periodistas son todos una mierda, los periodistas afirman que los lectores son todos burros, y los que no consumen medios sostienen que no lo hacen porque “los medios no informan lo que queremos leer”.
El camino es complicado, porque los medios comienzan a verse cada vez más tentados a dar la información que el lector quiere consumir para no perderlo. Es la dinámica de las redes sociales, donde cada quien lee a personas a las que sigue por afinidad, no debería ser considerada en un medio. Sin embargo, esa dinámica existe y se puede ver en los periodistas que cada uno rescata: el que piensa parecido.
No está mal, siempre ha funcionado así, sólo que antes, cuando uno no coincidía, cerraba el diario, compraba otra cosa, cambiaba de canal o de sintonía. Hoy se pide la ruina.
No tengo casi nada en común con unos cuantos sujetos a los que me cuesta llamarles colegas. Y esa ausencia de “nada” es porque el “casi” es colocado por otros. Me he reído –públicamente– de la campaña “editor responsable” por la cantidad de brutalidades cometidas en la vorágine de una redacción, y hasta he tenido que lidiar con ciertos enojos por llamarles brutos a los que jugaban con el helicóptero tergiversando y generando noticias falsas en medio del Día de la Libertad de Prensa. A nadie le importa en un país con memoria tan corta que es capaz de llamarle kirchneristas a periodistas a los que sólo les faltó tatuarse a Mauricio en una nalga.
Las generalizaciones son espantosas. No es lo mismo dar datos que hacer análisis. Lamentablemente, productores amigueros y periodistas ventajeros han llevado a que cualquier burro opine sobre casi cualquier cosa. Años de periodismo político no te convierten en analista, del mismo modo que tener una pareja economista no te hace especialista en la materia, ir al médico no nos hace conocedores de medicina, ni leer diarios nos convierte en periodistas.
Los colegas han hecho mucho para ser puteados, pero nada mueve el amperímetro del voto. En honor a cierta coherencia de pensamiento, no puedo aceptar que el mundo haya cambiado sus reglas de apreciación: si el periodismo era incapaz de voltear a Cristina porque nadie tiene el poder de modificar el pensamiento, mucho menos puede serlo en la era de las redes sociales exacerbadas. A ponerse de acuerdo. Incluso cuando estén todos los medios juntos hablando de un solo tema, esto puede marcar agenda, decirnos en qué pensar, pero nunca, nunca jamás, podrá decirnos cómo pensarlo. Si así fuera, las cadenas nacionales habrían tenido éxito.
Charlo con colegas que se sienten perdidos dentro del futuro profesional, pero a cada uno la brújula de qué hacemos dentro de este sistema se nos jodió por distintas cuestiones.
Cuando me río de algún titular lo hago, en realidad, del sesgo de confirmación, esa costumbre de algunos colegas de buscar sólo lo que vaya a ratificar lo que ya presuponen. Pero ese, a su vez, es el lenguaje de las redes sociales. Y ya que hablamos de redes, en algún momento se debería hablar del impacto global de creer que poder dirigirle un mensaje a un inalcanzable nos pone en plano de igualdad. Yo no le llego ni a los talones a la escritura de Pérez-Reverte, ¿cómo voy a criticar su prosa? En mi vida he logrado memorizar el nombre de un músculo, ¿cómo podría atreverme a cuestionar la forma de ejercer la medicina de un médico, a distancia, sin conocerlo siquiera, detrás de una pantalla?
Lindo es ver como todos los periodistas, con nuestra mala costumbre de hablar sin saber –aunque ya ni importa si sabemos, dado que nos enfrentamos a sentimientos– somos responsable de vaya a saber uno qué. ¿De la corrida del dólar? Que muchos hablen como si la estuvieran celebrando no dice ni de cerca que la puedan provocar, salvo que creamos que en la Argentina hay millones de personas en condiciones de comprar más de 10 mil dólares por mes. Si alguien tiene ese poder adquisitivo, no se deja influenciar por un micro en la tele: tiene asesores financieros.
Como en toda profesión humana el periodismo está lleno de personas que piensan diferente a uno, que creen que Venezuela no es una dictadura asesina, que se babean viendo la situación de Chile, que de Bolivia ven lo que les conviene, que cuentan los muertos de un país y ningunean los de otro dependiendo de la afinidad política. Pero así y todo no hay forma de conseguir que les digan a quién votar. La prueba número uno está, justamente, en los que acusan a los medios de hacer eso. ¿Por qué los medios no han podido convencer a los acusadores? ¿Acaso son estos seres tan superiores que son los únicos que no se dejan lavar la cabeza?
El mejor termómetro para medir el impacto de los medios se da en los casos en los que no importó la posición generalizada. En 2017, a días de la aparición del cuerpo de Santiago Maldonado y tras meses de carteles preguntando dónde estaba, información fraudulenta y demás, el oficialismo ganó las elecciones.
La mayoría de las operaciones generadas desde algún medio fueron desarticuladas por otro medio. En el interín, desde las redes, resguardo moral de la nación (con menos del 10% de nuestros habitantes en Twitter), surgieron al menos dos muertos por día del que decían que era Santiago. Incluso hubo quien sospechó que el hermano de Maldonado era Santiago porque era sospechoso que se parecieran tanto. Obviamente, puteaban a los medios porque no hablaban de ese hallazgo. Finalmente, el que desarticuló a Página/12 fue otro periodista.
C5N compite en la cima del rating con los canales de aire desde hace años. Ganó la fórmula Fernández-Ídem. En 2017 también lideraba: Esteban Bullrich le ganó a Cristina.
La libertad de expresión es uno de los valores fundamentales de una minoría humana. La porción demográfica que vive sin ese derecho es asombrosamente monstruosa para nuestro entendimiento occidental. Demasiada gente vive bajo regímenes en los que expresarse libremente es sinónimo de ir preso, si se tiene buena suerte.
Cuando un periodista dice algo desde su rol de periodista tiene que lidiar con innumerables consecuencias: la posibilidad de perder su trabajo, comerse un juicio, perderlo todo.
Imaginen que cientos de miles de personas están revisando permanentemente cómo hacés tu trabajo y que esa masa de personas no haya hecho nunca tu trabajo. Imaginemos que esos cientos de miles de personas sientan que están en condiciones de decirte cómo debés hacer tu trabajo y porque no les cayó en gracia una palabra, una oración, una actitud, sientan que tienen el derecho de pedir que te quedes sin trabajo.
No imaginen demasiado, es lo que pasa a diario con todas los oficios públicos desde hace añares. En el país en el que todos somos directores técnicos y en el que cualquier gordo se siente con el derecho de decirle a Messi cómo debe jugar, es lógico que se llegue a todos los extremos.
Una persona que pretende arruinar la carrera de otro tipo en base a lo que ese tipo dijo respecto de cuestiones que no hacen a su trabajo, no busca concientizar a nadie: sólo pretende que esa persona no vuelva a abrir la boca salvo que tenga para decir cosas agradables para el oído de quien está esperando alguna excusa para insultar.
Hasta no hace mucho ni me acerqué a ese guante que estaba en el piso por razones obvias: tengo varios amigos en los medios, pero los que no son amigos han tenido una actitud hacia mi persona un tanto hostil, por decirlo de algún modo polite. Por no pertenecer, por venir de otro palo, por opinar distinto, lo que fuera.
Pero ese guante viene para todos. Cuando dije algo en contra de los sistemas de reconocimiento facial que convirtieron a la Ciudad de Buenos Aires en un Enorme Hermano me putearon hasta en arameo. Los que no me conocían, asumieron que era un kirchnerista que quería salir a robar, mientras me aconsejaban que no tuviera miedo si no tenía nada para ocultar. Quienes me conocían, sostuvieron que no era el momento para hacer críticas mientras esté latente el cuco populista. Cualquier opción se resumía en un chito la boca cuando no estaba inventando nada.
En base a esto, podría resumir en que sí, es cierto que hay muchos, muchísimos periodistas ansiosos por la vuelta del peronismo al poder. Algunos por convicciones –trust me, hay gente que hace cosas por convicciones aunque no sean las nuestras– otros por el deseo de pegar un mejor laburo al creer que el colapso de los medios kirchnerista obedeció a las políticas de Macri y no a la inviabilidad de modelos empresariales con sueldos altos y sin audiencias. Y también existe una porción de sujetos nostálgicos de aquellos tiempos en los que se les prestaba atención porque eran perseguidos.
Pero no deja de sorprenderme que alguien se enoje con los medios por no mostrar cosas positivas y, en el mismo mensaje, afirme “por algo no los veo/leo/escucho hace años”. ¿Cómo saben si dijeron algo positivo o no? Y si pretenden que sólo se muestren las obras de Gobierno, le chingaron: para eso ya está el propio Gobierno y su presupuesto para propaganda.
Aparecen ofuscados cotidianamente hasta para quejarse porque un canal de noticias cubre un huracán y no habla 24×7 de Florencia Kirchner. ¿Quién va a pagar los sueldos? El rating manda. Salvo que esas mismas personas depositen en los rostros de empleados la bronca que le genera una sociedad que está en otra. ¿Es culpa de los periodistas? Tal vez sí, pero no lo creo.
Se enojan porque el periodismo aprovecha el respeto por la libertad de expresión de parte del gobierno. ¿Cómo sería? ¿No se puede hablar cuando te lo impiden y se debería callar cuando hay posibilidad de hablar?
La generalización hace estragos. El 99,999999999% de las causas de corrupción que tanto impactan en el discurso político surgieron de investigaciones periodísticas. Salvo que quieran hacernos creer que la causa Hotesur fue un hilo de Twitter y no una investigación llevada a cabo por periodistas –con cuenta en Twitter y no al revés- o que la causa Los Sauces salió de un posteo viralizado con el inefable RTRTRTRTRT. Quizá quedó muy lejos en el tiempo, pero la lupa sobre Lazaro Baez la puso un periodista. La primera investigación sobre De Vido, Barata, Bolsito Lopez, Jaime y cía fue realizada por periodistas mucho antes siquiera de las elecciones de 2007, de la existencia de 678, de las movilizaciones del campo por la 125 y demás, al igual que Río Turbio, Sueños Compartidos, embajada paralela en Venezuela, el Pacto con Irán y todo lo demás. Puede que haya pasado un siglo, pero esa causita de los cuadernos de 2018 fue laburada por periodistas. La semana que viene comienza un nuevo juicio a De Vido por la causa Skanska que cuando fue publicada, Zuckerberg estaba jugando en el recreo de la facultad.
La inmensa mayoría de esas cosas que demasiada gente dice que el periodismo oculta fueron dadas a la luz por periodistas. Daba cierta ternura leer a los que putean “al periodismo” celebrar “el coraje de Diego Cabot, que hasta donde uno tiene entendido, trabaja de periodista.
No somos lo mismo. No somos robotitos ensamblados. Tenemos nuestra vida, nuestra historia, nuestros anhelos, miedos inseguridades e ideologías. Y he tenido que lidiar con muchachos que parece que estudiaron periodismo para poder militar mejor su kirchnerismo, colegas exaltados que me acusaron de ser fan de Videla e inútiles para todo servicio acusarme de “operador” por decir lo que pienso desde la comodidad de tener 37 años y no contar con un sólo bien registrable para dejar de herencia.
Y como seguro no faltará quien venga a pelotudearme desde un púlpito diciendo “no te hagas cargo que no es para vos, sensible”, vaya una nueva aclaración: no es por el periodismo, es por las ganas que tiene cada vez más gente de callar al que no dice lo que ellos quieren que digan.
Y después se ofenden con la Conadep a periodistas de los kirchneristas. How dare you. Nicolás Lucca