Detrás del inminente juicio político contra Donald Trump despunta un signo de estos tiempos que excede a Estados Unidos: la polarización. No sólo entre los políticos, sino también en la sociedad. La mitad del país ve aquello que la otra mitad niega en una de las democracias representativas más antiguas del mundo, con elecciones ininterrumpidas cada dos años desde 1788. Un récord institucional que no se ve empañado ni en riesgo por el comienzo del tercer procedimiento de este tipo en la historia después de los de Andrew Johnson en 1868 y Bill Clinton en 1998, truncados en el Senado, y de la dimisión de Richard Nixon antes de su apertura en 1974.
Trump goza de inmunidad legal, pero puede ser destituido por «traición, soborno, u otros graves delitos y faltas». ¿De qué se lo acusa? De obstrucción al Congreso por “el incumplimiento indiscriminado de las citaciones” y por abuso de poder al supeditar la entrega de misiles a Ucrania por valor de 391 millones de dólares a la colaboración del presidente Volodymyr Zelensky en la apertura de una investigación contra Hunter Biden, el hijo del precandidato demócrata Joe Biden, exvicepresidente de Barack Obama, por haber incurrido en una presunta trama de corrupción mientras era miembro del consejo de administración de la empresa de gas Burisma.
La polarización juega a favor de Trump, con una mayoría de número de republicanos en el Senado que difícilmente acepte los cargos. La subordinación al partido puede dañar la institucionalidad sin herirla de gravedad a raíz de una polarización cada vez más profunda en la sociedad. Los asuntos de Washington, como suelen verlos los norteamericanos, pertenecen a una torre de marfil cuya labor primordial debe ser apuntalar la economía. Desde 2017, cuando asumió Trump, la tasa de desempleo bajó del 4,7 al 3,5 por ciento y los salarios subieron un 3,1 por ciento. En 2019, mientras la economía mundial tambalea, la de Estados Unidos creció un 2 por ciento.
En campaña por la reelección en 2020, con demócratas aún no repuestos de la debacle de 2016, más allá de haber recuperado el control de la Cámara de Representantes en 2018, Trump apunta y dispara contra el único rival que considera de peso: Biden, “un perdedor”, “un aletargado”, “un tontorrón”. Que sean una veintena los precandidatos demócratas, con extremos entre la moderación del exladero de Obama, el pretendido giro a la izquierda de Bernie Sanders y de la senadora Elizabeth Warren o la mocedad de Pete Buttigieg, alcalde de South Bende, Indiana, de 37 años, cuatro décadas menor que Biden, refleja más dispersión que diversidad.
La dispersión confunde. La mayoría coincide en un solo fin: echar a Trump mientras se atacan sin piedad. Si la polarización favorece a Trump, Biden también la aprovecha en el momento impeachment del gobierno. Lo tilda de “viejo”, “débil”, “una amenaza existencial”. En 2016, uno de cada cuatro demócratas que votó por Sanders en las primarias no lo hizo por Hillary Clinton en las presidenciales. Desertó por verla como una representante de la vieja guardia, del establishment, acaso como a Biden, senador desde 1973. Con esa diferencia de votos, unos 800.000, Trump ganó en Estados clave como Michigan, Pensilvania y Wisconsin.
De la polarización no escapa el Reino Unido con su Brexit ni Israel y España con sus dificultades para formar gobierno, entre otros. En el Comité de Inteligencia de la Cámara de Representantes, puntal del juicio político, los 13 demócratas aprobaron el trámite y los nueve republicanos se opusieron. «La hostilidad hacia el partido de oposición y sus candidatos ha alcanzado un nivel en el que el odio motiva a los votantes más que la lealtad», concluye Thomas Edsall, en The New York Times, en sintonía con un estudio del Pew Research Center sobre la tirria partidaria. O la discrepancia. No sólo sobre Trump, sino también sobre el calentamiento global, la inmigración, el sistema de salud o el control de las armas. Son dos países en uno.
Va a ser Presidente de los EEUU nuevamente.