Es indudable que desde hace muchos años la República Argentina viene sufriendo un considerable deterioro, tanto en lo político, como en lo económico y lo social; y especialmente en lo cultural.
A lo largo del tiempo se fueron sucediendo presidentes, militares y civiles, radicales y peronistas, y muchísimos más ministros de Economía con distintos planes económicos e innumerables legisladores, pero las crisis se sucedieron una tras otra.
Seguramente sería muy difícil encontrar en nuestra memoria algún político, en general, al que recordemos con una buena imagen.
Es evidente que todavía nadie pudo encontrar la solución, a pesar de que cada vez que escuchamos hablar a alguno de ellos parecería que, según su óptica, realizan un perfecto diagnóstico del panorama, como si en vez de ser quienes solucionen los problemas, fuesen perfectos analistas políticos.
Pero lamentablemente, mientras no se ataquen a las verdaderas razones de nuestros males, nunca vamos a encontrar la solución.
El primero de ellos, del cual nuestros mandatarios forman parte, es el gigantesco sistema burocrático administrativo del Estado.
Un Estado parasitario y, fundamentalmente, deficitario, que cuenta en la repartición que sea con muchos más empleados de los que debería tener, con una ineficiencia notable, un derroche excesivo de recursos económicos y propicio para crear un terreno harto fértil para fomentar hechos de corrupción (léase robar) de todo tipo y color.
En segundo lugar, nuestro país cuenta con uno de los sistemas impositivos más perversos del mundo, donde encontramos impuestos realmente distorsivos, como por ejemplo el IVA del 21% y otros que se pagan varias veces y de distintas formas, como Ingresos Brutos y Ganancias, siguiendo con una extensa lista de obligaciones provinciales y municipales.
Todas estas “contribuciones” fiscales, no hacen otra cosa que encarecer los productos o servicios, produciendo un lógico deterioro en el poder adquisitivo y tentar a la evasión a quienes deben pagar.
Por último, tendríamos que tomar conciencia de que si queremos o pretendemos ser un país desarrollado, deberíamos aplicar una política económica desarrollada, cosa que nunca se llevó a cabo en Argentina; muy por el contrario, ya desde la época de la colonia, siempre tuvimos una economía regulada y/o controlada. Basta con mirar a los países exitosos para darnos cuenta de cuál es el camino a seguir, por lo menos en lo que a economía se refiere.
Estos son los verdaderos males que nos aquejan, pero nuestros dirigentes siguen empeñados en decirnos que somos un país sometido, oprimido, hostigado por el FMI, el Banco Mundial, y las empresas multinacionales, en vez de aplicar una economía moderna, abierta, que aliente a las inversiones y genere empleo, pero fundamentalmente con un sistema impositivo justo y equitativo, que distribuya los ingresos de una manera ordenada, transparente y sin despilfarro, a través de un Estado eficiente y que responda de una manera efectiva a las necesidades de la gente.
Algo tan simple como real sería comenzar a solucionar nuestros problemas, pero lamentablemente, parecería que nadie, ninguno de nuestros políticos, está dispuesto a atacar ni si quiera uno de estos tres males que nos aquejan desde hace más de un siglo.
No lo hicieron los militares, no lo hizo Alfonsín, ni Menem, ni De la Rúa, ni Duhalde, ni los Kirchner, ni Macri, y muchísimo menos lo hará Alberto Fernández.