Para el ilustre filósofo y economista austríaco Friedrich von Hayek (1899/1992), las causas de la inflación son políticas y psicológicas antes que puramente económicas.
Algo de esto sostuvieron también con posterioridad los integrantes de la prestigiosa Escuela de Economía de Viena, que nos legó genios de la envergadura de Carl Menger, Eugen von Böhm-Bawerk y, finalmente, Ludwig von Mises.
Siguiendo esta línea de pensamiento, ha podido evidenciarse así que una política “voluntaria” de ingresos basada en mantener los aumentos de salarios a nivel de los precios (como ha ocurrido siempre entre nosotros por años), sólo sirve para crear expectativas inflacionarias dentro del sistema, promoviendo un regateo de los distintos actores económicos, que buscan ser considerados como casos “especiales” y pretenden ser atendidos con prioridad, lo que contribuye a potenciarlas en el mismo instante en que se intenta atender sus demandas -casi siempre en forma discrecional-, por parte del poder de turno.
Sólo la imagen de una vigilancia estricta de los gobiernos para controlar el financiamiento del Estado puede aportar algo positivo para generar confianza en los ciudadanos, -quienes actúan en la vida diaria atendiendo a sus preferencias personales-, y morigerar en alguna medida los desbordes mencionados.
Como ello no suele ocurrir habitualmente (la historia es bastante explícita en ese sentido), la eventual “restauración” de dicha confianza, necesaria para combatir el proceso inflacionario, sufre un progresivo deterioro, provocando finalmente un estallido de proporciones inesperadas.
Quienes no somos economistas, pero peinamos canas, recordamos al respecto la época en que rigió el “patrón oro” en todo el mundo como respaldo de la moneda emitida; un virtual “corset” para limitar las disposiciones de los gobiernos dispendiosos.
En Gran Bretaña -por dar un ejemplo al azar-, se recuerda, según índices publicados en la época por The Economist, que, a tenor de lo expresado, los precios terminaron bajando realmente en un 10% en 1974, por el efecto de la condición restrictiva de este corset.
Entre nosotros, la convertibilidad de Cavallo fue un buen ejemplo, hasta que algunos políticos populistas como el señor Duhalde y algunos otros adláteres, decidieron que el sistema “se había agotado en sí mismo” (sic), cuando lo que había ocurrido es que durante los años que duró no pudieron arrear agua para el molino de sus negocios personales.
Los argentinos hemos demostrado que no podemos mantener nuestra moneda sin arruinarla, debido al incesante aumento de un gasto público que ha subido vertiginosamente en los últimos 50 o 60 años, sumado a una corrupción política de proporciones geométricas, lo que ha hecho imposible sostener las políticas “voluntarias” (¿o “voluntaristas”?) para “parchar” el sistema económico en el tiempo.
Por tal motivo, debería rechazarse siempre cualquier tipo de alquimia de laboratorio que conspirara contra la decisión de millones de individuos que califican psicológicamente la validez de algunas políticas económicas, desconfiando habitualmente de medidas tomadas por gobiernos cuyos mismos funcionarios se manejan de manera totalmente diversa en el área doméstica de cada uno de ellos.
Hoy tenemos, como consecuencia, una imagen patética: un país pobre dirigido por políticos enriquecidos.
Hay quien dice también –y lo compartimos-, que la inflación es finalmente una cuestión de demasiado dinero que persigue demasiadas cosas simultáneamente sin atender ninguna de ellas en forma apropiada, por lo que no hay inflación sin que exista al mismo tiempo una expansión descontrolada de la provisión monetaria.
En este punto, nos gustaría detenernos en un detalle de importancia crucial: lo antedicho afecta la confianza en quienes tratan de imponer planes que no cierran a nivel del sentido común; porque los actos considerados “económicos” están siempre ligados con los métodos domésticos que se aplican para asegurar la propia subsistencia.
Amén de ello, la historia enseña que el deseo de poseer y acumular bienes es un instinto humano creativo imposible de erradicar por ningún proyecto populista, y las tensiones creadas por la continua intrusión estatal en la mayoría de los sectores de la vida económica puede llegar a resultar insoportable para el ciudadano del común.
Por otra parte, seguir pretendiendo que ciertos planes económicos “voluntarios”, como hemos señalado, obtengan hoy los resultados que jamás consiguieron en el pasado, sólo han conseguido convertirnos en una sociedad “inflación-dependiente”.
Sería bueno recordar a esta altura, que la palabra “economía” deriva del griego “oikonomos” y significa “casa”, “familia”. Ese lugar donde sus miembros deben contribuir para que haya alimento suficiente para todos, vigilando las tareas necesarias que eviten los desvíos de un concepto de hierro: cada uno de ellos debe aportar, en la medida de sus posibilidades, los recursos que ingresen al erario familiar para dicha subsistencia, siempre que los mismos no excedan su capacidad contributiva “natural”.
A la luz de lo que aquí hemos expresado muy brevemente, cada uno podrá inferir el grado de responsabilidad que le cabe en el nivel de tolerancia que haya mantenido durante años con quienes fueron –y son aún hoy-, miembros de una orquesta cuya partitura resultó ser totalmente disonante: los políticos y los funcionarios de turno.