Algunos historiadores y analistas extranjeros que han estudiado las características de la Argentina, suelen decir que nuestro país es tan extenso y rico, que puede ser cruzado arrastrando un arado de un extremo al otro sin encontrar jamás una sola piedra.
Las características de ese país fértil y tan extendido, produjo el gaucho, un tipo de hombre independiente, moroso, cordial y con una inclinación natural a hacer favores a los demás entre mate y mate, para quien la primera lealtad fue siempre el rendir pleitesía a los caudillos locales.
El lento grado de urbanización, el pobrísimo nivel educativo y el declinante ingreso per cápita nacional actuales, son muy probablemente los resabios no queridos de esa tierra cuasi promisoria que demoró por su excelencia natural el compromiso colectivo de sus habitantes con los esfuerzos que exige el progreso.
Las complejidades de nuestro comportamiento social, afirmada en un individualismo proveniente de la obsesión por un curioso sentido de la dignidad personal (¿quién no recuerda el “Perón cumple, Evita dignifica”?), nos llevó a rechazar una y otra vez la disciplina, apostando al brillo individual en detrimento de cualquier labor “en equipo”.
Unido todo esto a una llamativa suspicacia respecto de los demás, nos sumergió en permanentes confrontaciones que tornaron casi inviables las soluciones que proveen las instituciones democráticas, empujándonos a propiciar formas de gobierno autoritarias que nos fueron alejando lentamente de los valores republicanos.
Durante la Segunda Guerra Mundial dimos una prueba de estas características mediante la renuencia del General Perón a aliarnos a quienes combatieron al nazismo casi hasta el final de la misma y cuando el triunfo de los aliados era un hecho prácticamente consumado.
El “peronavirus” –nuestra epidemia nacional-, tuvo cabida así en un escenario propicio, debido a las características personales ya expresadas, asistido además por una lejanía geográfica de los escenarios mundiales - donde todo “ocurría”-, y la soledad que impuso la inmensidad de extensas llanuras inhóspitas que acentuaron el sentido de aislamiento contribuyendo a su propagación.
Como un magma gelatinoso e incurable (enferma, pero no mata), nos abocó a centrar nuestra atención en los débiles y los fracasados; sobre todo aquellos que hasta el día de hoy persiguen infructuosamente ideales imposibles.
Amantes impenitentes de los fastos que acompañan algunos acontecimientos intrascendentes y celebrando homenajes destinados a causas menores, nos caracterizamos así por ser un país que sufrió una relación simbiótica entre los ciudadanos y este mal endémico.
Joseph Page, historiador estadounidense que visitó la Argentina en diversas oportunidades y estudió este fenómeno minuciosamente, insinuó alguna vez que Perón fue la Argentina y la Argentina fue Perón. Estamos de acuerdo con él.
Hoy, cuando la situación económica nos aprieta de norte a sur y este a oeste, una gran mayoría sigue tendiendo a encumbrar propuestas políticas diferentes a las que se han probado como eficaces en el mundo desarrollado, obligándonos a vivir en medio de protestas públicas que instalan un escenario de vicisitudes y aventuras, por sentirse diferentes a aquellos que tratan de hacernos entender que los últimos 50 años no han pasado en vano.
Tenemos así un Presidente que con palabras alambicadas y retóricas se dedica a proponer reformas efectistas y bastante innecesarias, propiciando, entre otras lindezas, el impulso de una “economía popular” (¿), muy seguramente informal e imposible de controlar, mientras lo urgente queda fuera de sus preocupaciones, flanqueado por una tropa trasnochada de “revolucionarios de la nada”, encabezados por una compañera de fórmula ávida de pasar a la historia como una Catalina la Grande posmoderna.
Como el “peronavirus” es un mal que se contrae genéticamente –es necesario ser argentino nativo para sufrirlo-, no ha generado esfuerzos mayores por parte de ningún laboratorio internacional para obtener una vacuna efectiva y se sigue extendiendo cada vez más en nuestro país.
Estamos convencidos que más importante que reordenar nuestra deuda externa, sería pues curarnos de una buena vez y para siempre de este verdadero azote, rellenando de tal modo la “grieta” que separa a los contagiados de aquellos que se siguen protegiendo mediante cuidados ideológicos higiénicos y aún permanecen sanos.
A buen entendedor, pocas palabras.