“Nunca son tan peligrosos los hombres como cuando se vengan de los crímenes que ellos mismos han cometido”. Sandor Marai
El sábado próximo, en coincidencia con la llegada del otoño, el romántico y simbiótico dúo Fernández² culminará los cien días de luna de miel iniciática. También terminarán, por inconducentes, todas las discusiones acerca de quién manda, efectivamente, en nuestro país; me parece, entonces, que amerita preguntarnos qué sucedería si Cristina o Alberto desaparecieran, bruscamente, de la escena política, ya que son los directos responsables de todos los conflictos que nos atraviesan.
Alberto, que cambió de ropaje y de principios (es un reputado groucho-marxista) infinidad de veces en su vida, confirmó sin ambages que “somos lo mismo”; por un breve lapso, intentó vendernos un albertismo bien comportado, pero esa campaña abortó rápidamente al ser cruzada por la tropa del Instituto Patria y su propio gabinete de ministros.
En las últimas semanas, de acuerdo con su consorte, obligado a hacer populismo sin dinero y golpeado por huracanes de dimensiones globales (baja del precio del petróleo y los mercados, pandemia de coronavirus y crisis de la deuda), ha generado insolubles e inoportunas rupturas con el campo, con las empresas de la economía del conocimiento, con las estructuras del Estado en las cuales ha nombrado a connotados delincuentes, con las fuerzas armadas y de seguridad, con la Ciudad de Buenos Aires, con la prensa libre y el periodismo de investigación, con la Justicia y el Ministerio Público y con los católicos y los evangelistas (¿de qué se disfrazará ahora SS Francisco, que tanto hizo por el triunfo de esta pareja?).
Ha ninguneado al 40,8% que no los votó, que se resiste a la renovada impunidad de la corrupción y que cada día se enoja más con la entrega total de los organismos de control –en especial, aquéllos con injerencia en las causas judiciales- a los principales saqueadores y con la forma en que pretende educar a nuestros hijos y destruir nuestro idioma.
Pero es Cristina quien está dispuesta inmolar al país en su siniestro altar de venganza. Es ella quien odia al campo sin matices, desde que perdió en 2008 la votación por la Resolución 125 y prefiere llevarnos al suicidio colectivo sin alimentos y sin dólares. Es ella quien ha ordenado poner en marcha esos conflictos simultáneos que, sin duda, llevarán a un enfrentamiento social de inimaginables consecuencias, algunas de las cuales –por ejemplo, si el payaso de Juan Gabrois realmente intentara hacer “desaparecer” a los productores agropecuarios- serán violentísimas.
Es Cristina quien importó el lawfare, desarma a las fuerzas de seguridad e impone las políticas garantistas para los criminales. Es ella quien ordena a Axel Kiciloff ignorar a los intendentes. Es ella quien selecciona a los funcionarios de mayor nivel, incluyendo a los embajadores en países claves para nuestra inserción global. Es ella quien echa leña al fuego de la relación con el FMI mientras Martín Guzmán hace peligroso equilibrio con los bonistas.
Es Cristina quien persigue a los gobernadores de Cambiemos y ejecuta cualquier zafarrancho para liberar a Milagro Sala. Es ella quien otorga asilo a Evo Morales e invita a Rafael Correa, Miguel Díaz-Canel e importantes representantes de Nicolás Maduro a los fastos oficiales. Es ella quien, escudada en la falaz enfermedad de su hija, coordina en Cuba con las cúpulas castro-chavistas la nueva revolución marxista en América Latina. Es ella quien ordena dinamitar todos los puentes con Uruguay, Brasil, Bolivia, Chile y, por supuesto, Estados Unidos.
Pero todo eso es consensuado y ejecutado por Alberto, un pusilánime fusible acomodaticio, un mero muñeco a través del cual habla la ventrílocua, que no vacila en contradecirse permanentemente (¡qué novedad!), se trate de la declamada alianza estratégica con el campo, de las retenciones a las exportaciones, de las tarifas de servicios públicos y del transporte, de los aumentos de las jubilaciones, de su “gobierno de científicos” del respaldo a los oficiales de las fuerzas armadas, de las paritarias “sin techo”, de la emisión monetaria o de la inflación, y de las heladeras llenas.
Si Cristina no estuviera en el puente de mando, ¿continuaría Alberto solo estas batallas? ¿Le perdonarían una defección a la “doctrina” los fieles escuderos de la viuda? Hay una peor alternativa: ¿Y si fuera Alberto quien abandonara el comando formal? ¿A qué desatados extremos nos conduciría esta psicótica mujer?, ¿intentaría, por ejemplo, crear milicias armadas al estilo chavista?, ¿pretendería implementar una suicida reforma agraria?, ¿qué nuevos acuerdos secretos firmaría con Venezuela, Irán, Rusia y China?
Como queda claro y salga pato o gallareta, los argentinos veremos -y permitiremos- cómo nuestro país continúa despeñándose hacia ese infierno en que están las civilizaciones y las naciones que han dejado de existir.