Muchos gobiernos apelan en estos días a un nuevo régimen “dispositivo”, que consiste en confundir el concepto de la dignidad humana con la pérdida de las libertades individuales.
El pretexto es “cuidar” a quienes no tienen el menor interés en ser cuidados en los términos que propone la política, mediante la extorsión ejercida por un Estado benefactor que ha potenciado el poder de sus tentáculos opresivos en forma alarmante, y no tiene en cuenta que la dignidad de una persona deriva del hecho de serlo. Punto.
Nadie en su sano juicio está pidiendo que se le restituya la misma “manu militari” y resulta humillante que se proponga un estilo de protección que embista de lleno contra la propia autoestima.
El Covid-19 ha mostrado la reacción de dos mundos diferentes: el de los países evolucionados, que legislan estimulando una interdependencia creativa de los ciudadanos con sus gobiernos, sin abandonar el resguardo de la salud pública; y otros, que podríamos denominar involucionados, que intensifican una propaganda demagógica y populista, para promover adhesiones mediante órdenes “superiores” que, eventualmente, nos alejarían de la amenaza aterradora de una “desprotección” ante lo desconocido.
Esta presión malsana va en aumento y transmite mensajes e imágenes de contenido vertiginoso, “editadas” por expertos en comunicaciones que tratan de imponer simbolismos apocalípticos puestos al servicio del Estado.
Muchos psicólogos sostienen en ese aspecto, que una velocidad mayor a la normal en la emisión de estos mensajes desborda el grado de comprensión instintiva de muchos oyentes, provocándoles un “atontamiento” que termina por someter su capacidad discrecional, moviéndolos a entregar su consciencia al “relato” oficial.
Al respecto de estas cuestiones el lexicógrafo Stuart Berg Flexner -ex Director del Random House Dictionary of English, sostenía hace unos años que de los más de 500.000 términos utilizados por el lenguaje hacia fines del siglo XX, menos de la mitad de ellos hubieran sido comprensibles, por ejemplo, para William Shakespeare, quien si resucitara sólo reconocería cinco de cada diez del vocabulario actual y se convertiría en un analfabeto de calidad semejante a la de algunos pobladores de las villas suburbanas de emergencia.
Esto ocurre hoy en muchos países subdesarrollados, donde los ciudadanos pasan a depender en forma creciente de la “ayuda” de sus gobiernos, por sufrir las carencias culturales y de infraestructura a las que fueron arrojados por los mismos que hoy tratan de “custodiarlos”. ¡Vaya paradoja!
Como una verdadera espada de Damocles al servicio del populismo estatista y fascista renacido, esta amenaza pende sobre la mente de muchas personas precariamente instruidas, cuyo número ha aumentado explosivamente en los últimos veinte años, integrando grandes franjas de una población extremadamente vulnerable, manejable y, eventualmente, descartable.
Ocurre entonces que algunos gobiernos democráticos cuasi dictatoriales - que dicen “cuidar” (¿) a los ciudadanos-, comienzan a usar el aparato del Estado para lograr el acatamiento sin réplica a disposiciones legales y reglamentarias asfixiantes, presuponiendo que la mayoría de los individuos que componen la sociedad está constituida por inútiles y/o débiles mentales que no merecen ganarse su propia autoestima “por las suyas”.
La gran incógnita de todo quedará develada en el futuro próximo, cuando podamos comprobar cuántas disposiciones tomadas en estas semanas de pandemia, “por única vez” (sic), permanecerán luego en el tiempo, ahogando la iniciativa de los ciudadanos para siempre.
El prestigioso escritor británico radicado en los Estados Unidos Malcolm Gladwell, sostiene que ello ocurre porque hemos inflado desproporcionadamente la importancia de la política en nuestras vidas. Coincidimos con él.
A buen entendedor, pocas palabras.