La Tierra es plana, el Holocausto no existió, las vacunas no sirven y el coronavirus, como dice Jair Bolsonaro, no es más que una gripecita. Con ese criterio, la cuarentena por la pandemia de COVID-19 vendría a ser algo así como un ardid de la izquierda, la derecha o los extraterrestres. Estupideces de ese calibre, como echarles la culpa de la crisis sanitaria global al capitalismo y a su hermano menor, el neoliberalismo, llevan a verla como un plan político que, con las fronteras clausuradas, hizo fermentar el nacionalismo. Gracias a Xi Jinping, entonces, Donald Trump se salió con la suya, más allá del tendal de contagiados y muertos en China y en Estados Unidos.
El planeta está en cuarentena y recalculando, con desescaladas a ciegas para evitar más quebrantos. Un paso adelante, dos atrás, como en Corea del Sur y en Alemania por los rebrotes. Soluciones intermedias en una puja, negada por algunos gobiernos, entre la salud y la economía. Un período de ensayo y error, según Tom Inglesby, director del Centro de Seguridad Sanitaria de la Universidad Johns Hopkins, en el cual comprobamos por enésima vez que la globalización permite movernos, no fusionar hábitos y costumbres como si todos fuéramos iguales. De poco y nada vale el negacionismo o la exageración para imponer la opción entre la salud y la economía.
Las antiguas teorías de la conspiración, utilizadas desde tiempos inmemoriales, pasaron a ser ahora bulos o fake news. El pan nuestro de cada día, con un anticuerpo por acá, una vacuna por allá y un “total, no me va a pasar nada”, más allá de que alguien sea asintomático y contagie sin intención. Después de muchas idas y venidas, a pesar de los escasos cinco meses de investigación de un fenómeno tan novedoso como letal, sólo hay consenso en la higiene; las máscaras, antes descartadas por la Organización Mundial de la Salud (OMS), y la distancia social.
Reapertura gradual de escuelas en Francia, Alemania y Corea del Sur. Rediseño de espacios de trabajo. Bares y restaurantes en modo entrega a domicilio o personal. Gimnasios y clubes inactivos. Deportes sólo en casa. Turismo en bancarrota. Servicios de salud atiborrados. Refuerzo del rol del Estado. Y en el medio, para zafar de los reclamos, experimentos moderados o excesivos de alivio de las restricciones. “Incluso si el mundo pudiera cuantificar con certeza en qué medida afecta una política determinada tanto al virus como al bienestar social, no existe una fórmula para equilibrar ambos elementos”, apunta The New York Times.
El beneficio de la duda, acentuado por las teorías conspirativas, reporta un rédito político. El de gobiernos que adoptan medidas de salvaguarda de la salud, de la economía o de ambas a la vez en un laberinto de plegarias no atendidas por omisiones o exclusiones. Que el coronavirus restringirá aún más las libertades individuales, que incidirá en las políticas sanitarias, que cambiará modos de vida, que se verá reducido el poder de los sindicatos por la uberización del trabajo, que aumentará la dependencia de la tecnología, que y que, cual postal de una transición abrupta hacia la nueva normalidad de un mundo supuestamente no apto para mayores de 60 años.
Punto y aparte, con congresos vacíos, debates acotados y gobiernos enamorados de los poderes especiales. En la nueva normalidad, la privacidad en riesgo por el big data pasa a ser una regla sin letra chica y la democracia corre el peligro de convertirse en una excusa de la autocracia. Émulo de un argumento, el único, para negar que la pared blanca es blanca. Haz lo que digo, no lo que hago. Bolsonaro no se tapa la boca ni respeta la distancia social y Trump, renuente a usar la máscara, se rehúsa a la prueba diaria de rigor porque le molesta el bastoncillo en la nariz mientras el mundo vive en cuarentena y, a la sazón, recalculando.