Cuando el 25 de mayo de 1810, el síndico procurador del Cabildo de Buenos Aires, que con los cabildantes se habían asomado al balcón de la casa comunal, observó que sólo algo más de un centenar de personas se hallaban en la calle, y, envalentonado encaró a los patriotas y les preguntó: ¿Dónde está el pueblo?, quizá ignoraba que por su voz se expresaba la última esperanza de la dominación hispánica en el Plata.
Acababan los diputados populares, surgidos de la naciente democracia, de proclamar desde la barra del Ayuntamiento que el pueblo soberano, exigía el nombramiento de una nueva junta de gobierno y aunque el virrey ya había accedido a su dimisión y un orden revolucionario aparecía triunfante, los últimos representantes del poder peninsular abrigaron por un instante la esperanza de que los acontecimientos tomasen un giro favorable a sus designios.
Es verdad, los hechos producidos durante los últimos días habían sido cambiantes y ahora la multitud de vecinos, que soportara al aire libre una jornada de frío y lluvia, se había retirado, húmedas las escarapelas en sus pechos. Olvidaban los cabildantes que ese pueblo cuya ausencia señalaba el síndico, ya estaba presente la noche del 22, oportunidad en que el Cabildo Abierto habían votado la deposición de Cisneros, iniciando así la revolución nacional.
¿Dónde está el pueblo? A la pregunta del síndico respondieron varios patriotas que se lo convocase haciendo sonar la campana del Cabildo. Alguien respondió que la campana no tenía badajo (pieza que pende de su interior para hacerlas sonar). Se dijo entonces que podría reemplazarse esa forma de llamado con los pífanos (flautín de tono muy agudo usado en las bandas militares) y los tambores de los regimientos.
Pero los cabildantes no quisieron romper el silencio que, bajo la lluvia, envolvía a Buenos Aires. Habían visto al pueblo esa tarde. Habían sentido su presencia. Habían escuchado los golpes en la puerta de la casa comunal, habían oído el grito de: ¡El pueblo quiere saber de lo que se trata! No ignoraban, sin duda, que cuando horas antes dos de los regidores fueron, con el escribano hasta el Fuerte, para exigir de Cisneros la renuncia absoluta, no habían cruzado la plaza sino bajo la presión irresistible de la voluntad popular, expresadas por sus caudillos: French y Beruti.
No ignoraban, ni lo habían olvidado, que ese mismo día, cuando reclamaron el apoyo de las fuerzas armadas, los jefes militares les declararon que ellos estaban con el pueblo.
El pueblo era todo ese vecindario indignado, que advertía en los sucesivos cambios una defraudación de su esperanza. Ese pueblo estaba formado por los ciudadanos que componían las asociaciones patrióticas y por los que, congregados en la entonces, plaza de la Victoria exigieron que se aceptase la renuncia de Cisneros, a la presidencia de la junta, obtenida por Saavedra en la noche del 24, cuando, iluminándose su alma, comprendió que los anhelos populares eran soberanos y decidió que las tropas permanecieran acuarteladas para que su peso no decidiera, en el escenario mismo de los acontecimientos, el cambio que preveía profundo.
No había sido necesario llevar a cabo la enérgica resolución de Manuel Belgrano, de que si el virrey no renunciaba los argentinos lo echarían por la ventana del Fuerte. La revolución triunfaba sin derramamiento de sangre. El partido español no se atrevió, como el 1° de enero de 1809, a salir a la calle. Esta extremada prudencia de los peninsulares, que así se abstenían de emplear sus recursos, entre los que no faltaban por cierto, los necesarios para la acción violenta, habrá obrado, sin duda, como la sensación de un abandono en el ánimo de los regidores. Toda la resistencia acababa de sr puesta en sus manos y he aquí que los argentinos, colocándose dentro de la ley o de los hábitos establecidos en la misma metrópoli, como consecuencia de la invasión bonapartista, conquistaban la máquina del estado apoyados por la mayoría del pueblo.
En verdad, había sido ese pueblo el que, con su institución revolucionaria, acababa de quemar Por eso dice Bartolomé Mitre, al recordar las jornadas que precedieron inmediatamente al gran pronunciamiento:
“Un nuevo actor del drama revolucionario va a presentarse en la escena política: el pueblo de la plaza pública, que no discute, pero que marcha en columna cerrada apoyando y a veces iniciando por instinto los grandes movimientos que deciden de sus destinos. Su actitud había sido pasiva, aunque decidida, en las peripecias que habían tenido lugar. Esperaba tranquilo el resultado de las deliberaciones de sus representantes, y confundido en las masas compactas de los batallones nativos, esperaba la señal de sus jefes para intervenir con las armas, si fuese necesario”.
A la pregunta del síndico, le respondieron los hechos. Sí, perplejo, desde la eternidad sigue preguntando: ¿Dónde está el pueblo?, le responderán cada uno de los días de nuestra patria, desde los iniciales –inciertos, indecisos- hasta los de hoy. El pueblo está en todos ellos. Unas veces ejerce su soberanía. Otras veces es defraudado en sus esperanzas. Pero siempre está, y cuando fuerzas extrañas a su alma intentan sumergirlo, la sumersión no lo ahoga… Tiene confianza en sí mismo… Espera...