“El sistema no castiga a sus hombres: los premia. No encarcela a sus verdugos: los mantiene”. Quién mató a Rosendo. Rodolfo Walsh.
Las declaraciones del supremo Ricardo Lorenzetti a CNN Radio el martes por la mañana, llamando la atención sobre la relación entre las medidas tomadas por los gobiernos para enfrentar la pandemia del coronavirus y los derechos de los ciudadanos fueron leídas de dos maneras.
Por un lado, se las recibió como una intervención de una autoridad política sobre un debate que existe en todo el mundo, acerca de las transformaciones que trajo el Covid 19 y cuyas caras más visibles probablemente son los filósofos Slavoj Zizek, Giorgio Agamben y Byung Chul Han.
Pero también en algunas partes de la justicia se tomó las declaraciones de otra manera. En efecto, se decía que la intervención del juez se relacionaba con una idea que maneja el gobierno para derogar el decreto del ex presidente Mauricio Macri que transfirió a la Corte Suprema la oficina de escuchas telefónicas y devolver esa facultad a la Procuración General de la Nación.
Cerca del cuarto piso de Talcahuano 550, deslizaban que además de lo que significa como pérdida de poder, allí también hay significativas designaciones de muchas personas que podrían alterar el equilibrio de las relaciones de la familia judicial.
No sabemos a ciencia cierta cuál de las dos lecturas es la real. Pero cuando las internas judiciales calentaban los motores para debatir el significado de las palabras de Lorenzetti y hacían a un costado la necesidad de explicar a la sociedad como será la justicia después de la pandemia, otro hecho cambió el eje y las miradas se deslizaron hacia Comodoro Py.
La interventora de la Agencia Federal de Inteligencia (AFI), Cristina Caamaño, envió una denuncia que por decisión del azar quedó en manos del juez Marcelo Martínez de Giorgi y el fiscal Jorge Di Lello. Caamaño denunció un “proceso sistemático de inteligencia ilegal” que se habría desplegado durante el gobierno de “Cambiemos” y que supuestamente alcanzó a dirigentes oficialistas, opositores y periodistas. Los datos duros aparentemente están en disco duro en poder de la justicia. Allí habría pruebas del espionaje.
También durante esta semana se conoció que el ex subsecretario de Asuntos Internacionales del Ministerio de Defensa, José Luis Vila, que antes trabajó en los servicios, también denunció una maniobra en su contra que combina la acción de delincuentes comunes con agentes oficiales de la AFI. El hecho también habría ocurrido durante la administración de Cambiemos y está en manos de la Comisión Bicameral que controla a los servicios de inteligencia.
La sensación de que los gobiernos de turno utilizan recursos públicos con fines propios no es nueva. En particular, existe una sospecha generalizada acerca de acciones de los servicios que poco tienen que ver con la ley. El caso “D’Alessio” es el más claro.
Es más, en su reciente libro “República de la Impunidad” (Ariel), el fiscal Federico Delgado llama la atención sobre los impactos en la vida de todas las personas derivadas de estas articulaciones entre intereses políticos y económicos que utilizan a sectores de la inteligencia y de la justicia. Los llama “los poderes salvajes” y explica cómo destruyen el estado de derecho. El estado de derecho es precisamente lo que está en juego.
Por ello, la puja por interpretar las declaraciones de Ricardo Lorenzetti, la denuncia de Cristina Caamaño y la de José Luis Vila tienen algo en común. Revelan el agotamiento de una justicia que, más allá de los buenos jueces y fiscales, permanece bajo un manto de sospecha y pide a gritos que discuta seriamente una reforma sistémica para preservar el gobierno de la ley.