“El futuro es nuestro por prepotencia de trabajo”. Roberto Arlt
Gabriel Celaya incluyó el verso que da subtítulo a esta nota en su memorable poema “La poesía es un arma cargada de futuro”, que casualmente escribió en 1955, el mismo año en que los argentinos cantábamos a gritos la “Marcha de la Libertad” contra un régimen que, al igual que el actual, gastaba ingentes recursos fiscales, muy escasos por cierto, en libros escolares que pretendían adoctrinar a los más chicos.
Hay un tema –¿cuándo es el tiempo de reaccionar frente a los avances autoritarios de los Fernández²?- que está generando una nueva grieta en la sociedad; hasta mi mujer disiente conmigo, que sostengo que ese momento ya llegó, que no se puede esperar, porque mañana será demasiado tarde.
La propia oposición con representación parlamentaria está dividida al respecto, y ya se habla de palomas y halcones tanto en el Pro cuanto en la UCR y la CC; mientras unos quieren plantar cara al Gobierno e impedirle continuar avanzando, otros prefieren acompañar a Alberto, que hoy goza de una inexplicable popularidad, por miedo al eventual castigo en las encuestas.
Los argumentos que dan quienes optan por esperar a que el confinamiento termine porque, sostienen, el pánico que se ha insuflado a la sociedad impide que ésta no permitirá ni acompañará actos masivos, como aquéllos que nos permitieron llenar la avenida 9 de Julio en épocas recientes. Hoy mismo, en todo el país, sabremos si tienen razón, pero ello no obsta a que actuemos de otra forma, en especial a través de las redes sociales cuyo uso, precisamente, la “setentena” ha exacerbado.
Tenemos que esforzarnos y trabajar en ejercer sobre los legisladores y jueces la presión necesaria para que salgan inmediatamente del inexplicable letargo en que se encuentran, disponiendo de la tecnología misma a la que todos los ciudadanos accedemos.
Excusas tales como cortes de energía o riesgo personal de funcionarios, magistrados y empleados no resultan ya aceptables, pues están poniendo en riesgo real y efectivo a la República y a nuestros derechos; menos aún cuando se los compara con otras actividades muchísimo menos esenciales para la vida en democracia.
En concreto, debemos impedir que cuatro tránsfugas impidan que sea discutida en el H° Aguantadero la validez de los inconstitucionales decretos de necesidad y urgencia del Ejecutivo que conllevan, lisa y llanamente, la cesión de irrenunciables facultades legislativas en el manejo del presupuesto nacional; que se designe a Daniel Rafecas como Procurador General de la Nación, o sea, como jefe de los fiscales federales; que el Consejo de la Magistratura mantenga en su cargo a Rodolfo Canicoba Corral; que avancen con los disparatados proyectos populistas de nuevos impuestos y de confiscación de acciones de las empresas; que se paralicen los juicios por el saqueo al que sometieron los Kirchner al país. Y todo eso debemos hacerlo ya.
Muchos intelectuales están comenzando a despertar de esa somnolencia que ha provocado el confinamiento en las mentes y, sobre todo, en los reflejos republicanos y democráticos de la sociedad. Beatriz Sarlo, la más notoria de ellos por provenir de la izquierda, llamó la atención porque se dijo sorprendida por la falta de autoridad del Presidente ante los avances totalitarios de los seguidores de Cristina Fernández.
Su sorpresa resulta, al menos, injustificada. Para no haberse sentido así le hubiera bastado revisar la historia de este personaje que llegó a la Casa Rosada por exclusiva decisión de su Vicepresidente. Ésta debe haber imitado -¡oh, casualidad!- a su amigo Vladimir Putin, que eligió a Dmitry Medveded para reemplazarlo por un período como Presidente de Rusia, mientras aquél se reservaba el cargo de Primer Ministro y el poder real.
Hasta su renuncia, en julio de 2008, Alberto Fernández padeció la enfermedad que afectó a todos los jefes de Gabinete de los patagónicos: pese a tener el despacho al lado del Presidente, jamás vio un bolso circulando y nunca se enteró de la tan extendida corrupción kirchnerista. Mientras tanto, persiguió a la prensa independiente, castigó a los gobernadores de la oposición, permitió la colonización del INDEC y toleró la falsificación de las estadísticas oficiales.
Ya fuera del Gobierno, dedicó su tiempo a denostar a su ex-jefa por radio y televisión y las escribió (https://tinyurl.com/ya242gwu); la acusó de todo lo posible, incluyendo la traición a la Patria. Pero eso no lo hizo perder su vocación de gerente y, cuando fue convocado para recibir el premio mayor, se metió las críticas en el bolsillo y, muy suelto de cuerpo, nos exige ahora que confiemos en su palabra. ¡Groucho Marx fue un poroto!