El presidente Alberto Fernández tuvo su primera reunión regional desde que asumió el cargo con los otros tres mandatarios del Mercosur más el representante de la Unión Europea, Josep Borrel, del otro lado del Zoom.
A la importancia natural del encuentro se le sumaba el hecho de que, con Jair Bolsonaro, era la primera vez que Fernández se veía, aun cuando ambos no cruzaron palabra en el encuentro virtual.
Fernández sobreactuó esa diferencia -que va en directo perjuicio de la Argentina- al tratar cariñosamente a los demás mandatarios y ni siquiera nombrar al brasileño.
El presidente dijo algo en lo que manifiestamente no cree, si nos tenemos que guiar por lo que son sus propias acciones en particular y las del movimiento al que pertenece, en general.
En efecto, Fernández dijo que “todos estamos de paso en nuestra función y lo que nosotros creamos individualmente no debe interponerse en los planes de unidad de la región”. Pero en realidad todos sabemos que el kirchnerismo tiene una visión hegemónica del poder y, al mismo tiempo a que aspira a permanecer en él siempre, se maneja como si fuera el propietario del país, de sus activos, del Estado y de sus recursos.
De modo que allí, a la sobreactuación sentimental del presidente, deben sumársele afirmaciones que se dan de bruces con los hechos y los procedimientos de su gobierno y del movimiento político al que pertenece.
Ese giro tanguero de Fernández con el que quiso congraciarse con el “querido amigo” Lacalle Pou, con “Marito” Abdo Benítez y con el “amigo” Borrell -por oposición al innombrado Bolsonaro- no alcanza para borrar lo que son las posturas fácticas del país que, en definitiva, son las que cuentan para tomar decisiones en el bloque.
Y en ese terreno, lo que se ve es que, gracias al gobierno que la representa, la Argentina es hoy una incrustación jurásica en el Mercosur, una especie de caricatura de los años ’40 en pleno siglo XXI.
Desesperadamente echa mano cada dos minutos a “la pandemia” con cara de circunstancia y rictus de alarma, como si allí encontrara un último salvavidas que le justificara sus extravagantes reclamos proteccionistas y de nacionalismos aislacionistas.
Como era de esperar, ese recurso, que el presidente y todo kirchnerista de pura cepa repite como un mantra dentro de la Argentina (“es la pandemia”, “estamos en medio de una pandemia”, “la pandemia no obliga a estos sacrificios”) también estuvo presente en la reunión del Mercosur.
Allí el presidente aseguró que “la pandemia de coronavirus obligará al mundo a repensar los procesos económicos” y agregó que había que unirse para “enfrentar el desafío” de un modo que deje de lado a quienes “buscan su suerte individualmente”, en lo que seguramente él creyó era un cascotazo para Bolsonaro que ni se dio por aludido y tampoco se mostró interesado en remarcar que el único miembro del grupo que estaba manifestando una postura tendiente a “buscar su suerte individualmente” era justamente la Argentina, toda vez que es el único país de los cuatro que intransigentemente se opone (desde que Fernández es presidente) a que el bloque vaya a una postura más abierta al mundo, a que negocie asociaciones de libre comercio con otros países o con otros bloques comerciales y a que se integre a la economía mundial por la vía de bajar el promedio de su arancel externo común.
En ese terreno la Argentina es la única “individualista”; todos los demás -Benitez, Bolsonaro y Lacalle Pou- están de acuerdo en que el aislamiento prehistórico al que aspira la Argentina no va más en el mundo actual.
Por lo demás, el país sorprende con giros tan violentos en la forma de ver sus relaciones exteriores. Bajo el presidente Macri la Argentina iba en la dirección que hoy estimulan Uruguay, Brasil y Paraguay. Fue un motor protagónico en ese sentido y jugó un rol decisivo en la integración con la UE y con el mundo entero. Ahora, bajo Fernández, y rogando al cielo que “la pandemia” le haga un favor, aspira a liderar un modelo de encierro y aislamiento más propio de la televisión en blanco y negro que del actual mundo de las apps.
La responsabilidad que le cabrá a Fernández y a todo el movimiento al que él pertenece por marginar al país de una ola de modernidad y liberación -que llevará a quienes la identifiquen a mejores niveles de vida, al confort y a la afluencia- será oceánica, de dimensiones descomunales.
La Argentina, bajo estos patrones jurásicos de decisión (que representan los Fernández y los Kirchner), va camino de quedar colgada de una palmera antigua y maltrecha a la que nadie le preste atención, un jugador marginal al que nadie quiere de socio y al que todo el mundo mira con la mueca que se le dedica a los malogrados sin sentido.