Con la misma mentalidad y los mismos reclamos que dirigieron durante cuatro años a Macri y, como él no los atendió, justificaron definirlo como “enemigo de la ciencia”, ahora los becarios del Conicet están chocando contra la administración de Alberto Fernández.
De la que esperaban algo que ella iba a estar impedida de darles ya antes de que las cuentas públicas colapsaran. Y eso sucede justo cuando el equipo de sanitaristas y epidemiólogos que venía legitimando y orientando la estrategia oficial contra la pandemia empezó a perder cohesión e influencia, sumido en un dilema sobre cómo seguir sin dañar aún más la economía, algo que desde el principio era claro que ellos solos no estaban preparados para resolver.
Del actual presidente es cierto que todos ellos recibieron muchos mimos. Loas en los discursos oficiales, legitimación para que se convirtieran en “actores influyentes” de la vida política y, sobre todo, un rol destacado en justificar decisiones de gobierno. Pero parte del problema fue que eso estuvo acompañado por aún menos dinero para financiar su trabajo del que habían recibido de la administración “antipopular y anticientífica” que venían de combatir a brazo partido.
En verdad, además, esta discordancia, y el peligro de un consecuente divorcio, habían despuntado apenas arrancó Alberto su presidencia: más de mil investigadores redactaron y firmaron durante el verano pasado una carta reclamando aumentos de sueldo y menos descuentos por ganancias, para revertir la pérdida de ingresos (sufrida junto al resto de la plantilla de la administración nacional, no desde 2016 como ellos insinuaban allí, sino desde 2012). Pero esa carta no llegó a la luz pública por los buenos oficios de los investigadores militantes y las nuevas autoridades de la casa, que pidieron tiempo a sus bases soliviantadas.
Lo que sucedió a continuación, con el estallido de la pandemia, fue que se agravó esa discordancia entre el intenso uso político de esos actores por parte del gobierno nacional, popular y ahora también “científico” de los Fernández, un uso por momentos abusivo y claramente “anticientífico”, por lo sacerdotal, sectario y justificatorio, y el aporte efectivo más bien magro que hace el Estado para financiar la investigación. Porque la plata escasea, y hay otras prioridades para el gasto, algunas bastante obvias (¿tiene más urgencia y sentido progresista gastar en el Conciet o en atención primaria de la salud y educación a distancia?, cuestiones de ese estilo), y porque también escasearon las otras legitimaciones, la económica y social en particular.
Los sueldos siguieron congelados, igual que en el resto de la administración. Y lo mismo sucedió con los fondos de investigación, salvo una partida específica para estudios sobre el virus. Mientras, el discurso oficial se obsesionaba más y más en buscar una legitimación científica: el profesoral Alberto y sus filminas (llenas de errores y comparaciones absurdas, eso sí) se volvieron un pilar de la comunicación oficial, y algunos asesores científicos del presidente adquirieron relevancia pública como propaladores del “Estado te cuida” y espadas contra los “anticuarentena” y demás disidentes. Todos ellos fueron excomulgados desde las alturas del saber por su “ignorancia”, “carencia de rigor”, “falencias teóricas” y otros defectos semejantes por los sacerdotes del tubo de ensayo.
Ahora toda esta tensión acumulada llegó a un punto crítico con estos dos fenómenos. El primero en verdad es habitual en nuestro sistema científico, y común a muchísimos sistemas de investigación públicos y privados del mundo, pero desde hace tiempo se ha vuelto aquí ocasión de un conflicto durísimo, por plata pero también por imponer una concepción en apariencia “garantista” y en verdad “rentista” de la tarea de investigar: los becarios terminan su período de formación y no todos se convierten en investigadores de planta, es decir, empleados estables del sector público; los ingresos a la “carrera” están demorados y son más bien escasos, así que muchos deben a partir de entonces buscar otra forma de ganarse la vida.
Cada vez que eso sucedió durante la gestión del macrismo estalló el reclamo. Año a año se le reprochó que no resolviera ese asunto incorporando a todos los becarios a la carrera de investigador, o dándoles otro cargo o al menos una extensión de las becas, o lo que fuera. Y se le enrostró como evidencia de su real o supuesto desinterés por el progreso del país.
En verdad ese cuello de botella los becarios también lo enfrentaron todos los años del gobierno también “pro ciencia” de Cristina Kirchner. Salvo a fines de 2015: entonces la saliente administración les prometió que habría cargos disponibles para todos, porque era una de las metas prioritarias para el sector y para el país, llegar a los “10.000 investigadores”. Claro, no tendrían que inventar ellos las partidas de presupuesto para pagar semejante generosidad y progreso, sería problema de Macri. No calcularon que pronto este presente griego se les volvería en contra como un búmeran, porque tendrían la ocasión de “volver mejores”.
Ahora ¿se harán cargo de su promesa? No hay con qué. Y si lo intentaran se generarían aún más problemas de los que ya tienen: ¿cómo justificar que se creen más cargos en el Conicet, cuando todo el país se está achicando entre 15 y 20%, cuando los recursos no alcanzan para los sueldos de quienes ya están en la plantilla estatal, y el gobierno viene reduciendo desde antes de la pandemia y seguirá reduciendo después de que ella termine el poder de compra de los jubilados, violando la ley del ajustador serial de Macri?
Los becarios tal vez consigan se les extiendan unos meses sus estipendios. Como consiguieron que hiciera ese maldito. Pero deberán esperar bastante para que se hagan los concursos de ingreso a la carrera de investigador, y muchos no podrán superarlos. ¿Está mal el sistema, está mal que no haya más cargos, o está mal considerar que eso significa “1500 despidos”? Comparados con otros empleados públicos o con el promedio de ellos es probable que los becarios de Conicet puedan considerarse “productivos y socialmente útiles”. Pero ¿son más necesarios hoy que, digamos, un médico de un hospital público, o un gendarme, un maestro con buena conexión de internet? Es difícil decir cuál debería ser la prioridad de gasto.
Por otro lado, su homologación con los empleados públicos puede conllevar más de un problema. Definir la condición de becario como la de un “precarizado”, porque no tiene estabilidad ni futuro garantizado, para hacer de la obtención de una beca un trampolín automático hacia la adquisición de un empleo de por vida en el sector público no parece una meta razonable en un área que se rige por la selección y el rendimiento, dos principios que, lamentablemente, no valen nada en el resto de nuestra administración. Si se salieran con la suya, el resultado sería liquidar ese espíritu, que es el que los vuelve un poco más productivos, y ser absorbidos, junto al resto del sistema científico, por la cultura rentista e improductiva de nuestra plantilla estatal, algo muy poco conveniente, más cuando lo que está en juego es cómo generar innovación con inversión en ciencia y técnica. Y no sería la primera vez que algo así sucede: los becarios tal vez deberían aprender de lo que sucedió décadas atrás, al comienzo de la democratización, cuando la docencia en el sector público pasó de ser una profesión jerarquizada, y animada por un ethos propio que la comprometía con la persecución de fines específicos, a otra tarea más de una degradada administración, con su representación sindical y sus “trabajadores” atornillados a cargos y privilegios. Así le fue a la profesión docente y el pato lo pagó y sigue pagando la educación.
Dado este panorama, el mejor favor que le puede hacer Alberto a la ciencia que tanto celebra en sus discursos es desatender el reclamo. “Por suerte” tiene muchas otras prioridades urgentísimas, así que le va a ser fácil justificarlo. Sería uno de esos casos en que la escasez te salva de hacer más macanas.
Más difícil la tiene en relación con su comité de asesores. Los desacuerdos sobre la cuarentena se han agravado entre los especialistas, al mismo tiempo que se agravó la desconfianza de los demás en los consejos de todos ellos. Ahora lo que se discute en todos lados es cuándo y en qué se equivocaron, ¿cuando impusieron la idea de una cuarentena temprana para aplastar los contagios antes de que empezaran, aterrados por las imágenes que venían de Italia?, ¿cuándo en abril y mayo se negaron a flexibilizar porque “el pico está por llegar”, como el general Alais?, ¿cuándo no pusieron énfasis suficiente en el testeo y rastreo?, ¿cuándo ignoraron las advertencias de los economistas independientes sobre los daños colaterales?, ¿o cuando se dejaron llevar por la descalificación de toda crítica y contribuyeron a estigmatizarla con el horrible apelativo “los anticuarentena”? A estos señores y señoras de guardapolvo blanco y llenos de buenas intenciones les sucedió un poco como a los enemigos de la ley del aborto, se sintieron defendiendo la vida y tendieron a ver en los demás a conscientes o inconscientes promotores de la muerte.
Con lo cual se abrazaron místicamente a un discurso solo en apariencia científico, y en lo esencial cada vez más irracional. Alberto hizo mucho para que lo hicieran, así que no está en condiciones de ayudarlos a salir del lío en que se metieron. Y ellos tampoco lo pueden ayudar mucho a Alberto ahora que llegó el peor momento, y ya no hay cuarentena que valga porque ni la economía ni la política ni la gente la aguantarían ni obedecerían. Flor de lío.