Jared Kushner, El Yerno, es el encargado de las gestiones de Estados Unidos en Medio Oriente.
La fuente de legitimidad del poder es su suegro presidente. Donald Trump, The Fire Dog.
La diplomacia del yerno complace al suegro con un logro efectivo que ennoblece la campaña electoral por la reelección.
En desmedro de John Biden. El que reprodujo un magistral golpe de efecto al situar, como compañera de fórmula, a la senadora Kamala Harris. Jamaiquina popular.
Aparte, de rebote, Jared puede coronar la jugada, para su suegro, con el Premio Nobel de La Paz.
Por la proeza de haber conseguido dos pequeños países árabes, escasamente gravitantes pero riquísimos.
Emiratos Árabes Unidos y Bahrein. Para firmar el Acuerdo de Abraham, con Israel.
En Washington, Salón Oval de La Casa Blanca, en presencia de Netanyahu. El Bibi, Primer Ministro de Israel.
Junto con Trump, Netanyahu es el otro ganador.
Ya son cuatro los países árabes que Bibi mantiene en el bolso. Con relaciones diplomáticas.
Primero fue Egipto, en 1974 (extrañamente cuando comenzó la declinación de su liderazgo en la región).
Después Jordania, en 1994. Y ahora, Emiratos y Bahrein.
Mérito de Kushner, del alineado Pompeo, decisión de Trump.
Y sobre todo mérito del ideólogo y estratega Mohammed Bin Zayed Al Nahyan. MBZ. Príncipe heredero de EAU (Emiratos Árabes Unidos).
Desencuentro
En el occidente cultural, el Acuerdo de Abraham es recibido con un optimismo que estremece.
En lo inmediato, el pacto se propone asegurar, en las elecciones próximas, el sufragio favorable de los cristianos-evangélicos, que sintonizan con las reivindicaciones de Israel.
Pero el yerno, como el batallón de analistas, califica el Acuerdo de Abraham como «acontecimiento histórico».
Ya patinó Jared a principios de año con la propuesta llamada Acuerdo del Siglo.
Una suerte de folleto voluntarista. Marcaba el inapelable triunfo de Israel. Junto a la rendición casi incondicional de los palestinos que habían perdido la centralidad.
Pese al resignado desinterés de la «causa palestina», ningún país árabe se anexó al «montaje» del siglo.
El desencuentro interreligioso shiita-sunnita, con sus dos interpretaciones del Islam, arrastra 1.300 años de historia.
El conflicto desplaza, de la centralidad, al inagotable diferendo Palestina-Israel.
Hoy la tensión principal congrega dos vértices. Arabia Saudita, con su rigorismo sunni (apoyado por Estados Unidos e Israel).
E Irán, el shiismo persa, emblema del Mal.
Es improbable que Mohammed Bin Zayed, MBZ, abra la embajada en Jerusalén. Pero en la etapa de los méritos todo es factible.
Para consumo árabe, MBZ justifica su “arrugue de barrera” en que Israel, aunque nadie lo crea, se compromete a clausurar el avance edilicio en las anexiones territoriales de Cisjordania.
Sería el final de la irritante epopeya de los asentamientos.
MBZ expone la promesa, ante los suyos, como un dato definitivo.
Pero Bibi, con su reconocida habilidad, señala que se trata apenas de una pausa. Un simple aplazamiento.
En cuanto Trump obtenga la reelección, a lo sumo habrá una inocente reprimenda si prosigue la épica de la usurpación.
Entre tanta euforia pacifista, brota la previsible condena de los palestinos.
Referencias que califican el Acuerdo de Abraham como una básica traición (Mahmoud Abbas, presidente de la Autoridad Palestina).
Nace una estrella. MBZ
Aparte de las pasiones relativas de la fe, aunque impregnadas de petróleo, debe calibrarse la magnitud del nuevo protagonista.
MBZ es el jeque de moda. Estratega que desprecia el islamismo político, enemigo de Los Hermanos Musulmanes.
Mantiene influencia, en especial intelectual, en Mohammed Bin Salman, MBS, el príncipe heredero de Arabia Saudita.
Forjador de grandes cambios que occidente siempre perdona a los sauditas.
Aunque MBS sea el responsable de haber mandado a cortar en trozos, como si fuera el queso de Sarquís, al disidente Kassoghi.
Cuando el periodista realizó la visita al Consulado de Arabia Saudita en Turquía y no salió a pie. Salió, en una bolsa, dentro de un automóvil blindado y envuelto en trozos.
Aparte de Irán, en contra del Acuerdo de Abraham se encuentra también Turquía.
Aunque el 95% de su población sea sunni, aquí Turquía coincide con el shiita persa de Irán.
Porque detrás del acuerdo está Arabia Saudita, que actúa en banda con Israel, al amparo del protector común, Estados Unidos. O sea Trump, para colmo en campaña.
Erdogan, presidente turco, como Rohani, presidente de Irán, descuentan que MBZ guía a MBS.
Como si llevara de la mano a un niño hacia el colegio.
Precisamente fue MBZ el ideólogo del avance de los estados del golfo sobre Qatar. Enemigo común que mantiene una alianza comercial con Irán.
Y es MBZ el estratega del apoyo a los sauditas en las masacres del miserable Yemen.
O del apoyo económico y militar al general Haftar, en el Estado Fallido de Libia, desgarrado y desgajado desde el asesinato de Kaddaffi.
Fue Kaddaffi quien pudo, solo desde el despotismo, dominar una región con 158 tribus cargadas de rencores que se retroalimentan. Corsarios de Trípoli.
Ahora, junto a Jared, el yerno, el envolvedor MBZ sirve, en bandeja, a Hamas Bin Isa Al Kalifa, el rey de Bahrein.
Lo entrega envuelto, en los brazos de los sauditas y de Israel. Para que aumente la “estabilidad, seguridad y prosperidad en la región”.
Pero debía ser sin demoras. Antes de las elecciones. Lo suplicaron Jared y Mike Pompeo, al rey, en Manama, sede de Bahrein, en una estadía de horas.
Todo sea por la campaña del suegro y para impedir el temible avance de Irán.
Con el eje fatídico. Bashar, de Siria, y los herederos de Nazrala, del Hezbollah, en El Líbano.
Sin olvidarse nunca de los rusos que intentaron ser un imperio y durante décadas casi lo lograron.
Tarea siempre pendiente, la del imperio, en la agenda. Aunque ahora sea especialmente solo a través del software.