El gobierno parece estar en una burbuja. Una suerte de aislamiento social preventivo y obligatorio de la realidad. Aún no ha dimensionado el problema estructural en el que se sumerge la argentina en cuanto a los niveles de pobreza.
Ya uno de cada dos argentinos se encuentra por debajo de la denominada “línea de pobreza”, el Banco Central no ostenta prácticamente reservas liquidas, pero sin embargo, como es la costumbre del kirchnerismo, la fiesta continúa pagándose.
No importa qué tan mal esté la población argentina, no interesa si 6 de cada 10 chicos menores de 14 años no pueden acceder a los servicios básicos a los que debería poder acceder la golpeada y cada vez más reducida clase media.
La prueba está en el partido de La Matanza, en el populoso conurbano. Histórico bastión kirchnerista en la provincia de Buenos Aires y, por cierto, uno de los lugares más miserables para vivir.
Sin embargo, en el Senado se gastan 500 mil pesos para decoraciones, la AFIP 9 millones de pesos en cortinas de lujo, el Banco Central 360 mil pesos en agasajos para presidencia y unos 4 millones de pesos en obsequios institucionales.
Como si ello fuera poco, desde el comienzo de la pandemia (y posterior cuarentena) el Gobierno ha aprovechado para realizar compras con sobreprecios. La más rememorada refiere a la del Ministerio de Desarrollo Social a cargo de Daniel Arroyo en mayo del corriente 2020, pero ciertamente se han dado muchas más en distintas áreas y organismos descentralizados.
Y como si no fuera suficiente, desde la comodidad de sus sillones mantenidos por los contribuyentes –mayoritariamente la sufrida clase media- diversos funcionarios del Gobierno nacional piden solidaridad. Eso sí, a ellos no se les puede pedir ni un gesto.
¿Se les podrá acaso pedir “dejar de robar por dos años” como en su momento lo sugirió el gastronómico Luis Barrionuevo?
Ciertamente ni esto último, ni una reducción de sueldos, ni un ajuste en el sector público. Nada se le puede pedir al Gobierno que continúa desembolsando ingentes cantidades de dinero que, aunque suene increíble, no existe.
El kirchnerismo siempre se apoyó en la pobreza, la hicieron un slogan de campaña ininterrumpido, sin embargo nunca van a combatirla ya que se les hace ideal y, sobre todo, electoralmente funcional.
No tuvo problema en esconder las cifras reales con la excusa de no “estigmatizarla” y la actual vicepresidenta, Cristina Fernández, llegó a decir que en Argentina había menos pobres que en Alemania.
Sólo este último ejemplo da cuenta del por qué el oficialismo quiere un pueblo pobre. Como tal no podrá acceder a una educación de calidad y como consecuencia permanecerá sucumbida ante la ignorancia.
No se quiere decir con esto último que todos los pobres son ignorantes ni que los de clase media para arriba sean inteligentes. Plantear eso sería un error gravísimo de análisis de la situación, aunque sí es dable destacar que las posibilidades de progreso entre unos y otros están bien marcadas.
Pero al margen de ello, el discurso de la pobreza parece no estarle funcionando bien al Gobierno, sobre todo teniendo en cuenta la vastedad económica con la que cuenta la comandante y “dueña” del Senado.
Se trata de la pseudoanticapitalista que utiliza primeras marcas como Dior, Hermes, Louis Vuitton, Gucci, Chanel, entre otras, y llora por la diferencia entre la opulenta Ciudad de Buenos Aires y el pantanoso conurbano twitteando desde un piso en Recoleta desde su iPhone.
Lo cierto es que la gente mastica vidrio, pero no lo traga y en el último tiempo se ha alzado una masiva parte de la población argentina en contra del Gobierno. Quizá no apuntando tanto al presidente Alberto Fernández, pero si a la titiritera Cristina.
En ese sentido, es dable citar una frase del padre del peronismo, el ex presidente General Juan Domingo Perón: “Cuando los pueblos agotan su paciencia, hacen tronar el escarmiento”.
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