El gobierno cosechó la adhesión de empresarios y sindicalistas a un decálogo de objetivos y buenas intenciones. Lo llamó Acuerdo Económico y Social. El título suena ampuloso, por el contenido y por el volumen político que sostiene la iniciativa.
Incluye afirmaciones que suenan obvias –aunque no tanto para el relato del kirchnerismo– como que “ningún sector productivo sobra”, que “mercado interno versus mercado externo es una falsa antinomia”, que “necesitamos exportar más”, o que “si no mejoramos la productividad, no bajaremos la pobreza y la desigualdad”.
No estuvo el Presidente, que hubiera preferido la pompa de un Consejo Económico y Social institucionalizado por ley –como anunciaba en campaña– y bajo la orientación de Roberto Lavagna.
Tal vez Alberto Fernández no haya querido exponerse a otro tuit fulminante de la vice. Como aquel en el que ella usó una nota de Página 12 para descalificar la puesta en escena del 9 de julio en Tucumán. Un espacio solemne que el presidente compartió con las centrales empresarias más poderosas y la CGT.
El artículo periodístico –o sea Cristina—señalaba que esos dirigentes representan “un poder económico concentrado, conservador, ideologizado al extremo y contaminado por la ortodoxia económica, además de ser conducido políticamente por los grupos Techint y Clarín”.
Tales grupos –de acuerdo a esa opinión, compartida por la jefa política del Frente de todos– “son la expresión de la derecha empresaria, antiperonista y tiene una obsesión patológica con CFK y la letra K”.
De la reunión de ayer participaron las mismas entidades cuestionadas y otras más afines al universo kirchnerista, como la CTA y la CGERA (agrupamiento pyme de escasa representatividad pero cercano al oficialismo).
En el plano técnico, la ausencia más notoria fue la de Martín Guzmán, ungido por el presidente como “la última palabra” del equipo económico.
La iniciativa fue coordinada por el alicaído ministro de Desarrollo Productivo, Matías Kulfas, tal vez en busca de un reposicionamiento. El cristinismo, algunos gobernadores de provincias productivas y empresarios –todos por igual– lo hicieron blanco de sus críticas. Le atribuyen morosidad y falta de eficacia en la gestión.
Kulfas integra la troica económica albertista junto a la titular de la AFIP, Mercedes Marcó del Pont –referente intelectual del grupo–, y la vicejefa de Gabinete, Cecilia Todesca. El presidente del Banco Central, Miguel Pesce –también en desgracia– orbita en el mismo espacio.
Guzmán asumió personalmente el manejo de la política cambiaria, una competencia natural de la autoridad monetaria aun en acuerdo con el Ejecutivo. El ministro de Economía no sólo arrasó con las formas al anunciar las últimas medidas en un comunicado con su firma. El texto dijo que el último paquete financiero de Pesce fue “dañino”.
La ausencia de Guzmán devalúa a la concertación que coordina Kulfas, que seguirá con discusiones sectoriales.
Los incentivos a la producción basados en subsidios e inversión pública, que reclaman sectores empresarios y avala Kulfas, deberán pasar la zaranda de Guzmán.
El ahora responsable de la conducción económica se juega la supervivencia en la gestión de la crisis cambiaria y en el cierre de un acuerdo con el Fondo –ajuste fiscal incluido– para comprar algo de la confianza que hoy el gobierno no genera.