Las mentes autoritarias viven otra realidad. Crean su propio mundo para justificarse. Y así es la mente de Cristina, como no podía ser de otra forma.
Sorprende ver cómo una y otra vez los analistas buscan y fuerzan interpretaciones razonables de lo que ella dice. Ahora hablan de una Cristina moderada y dialoguista porque publicó una carta en la que, en una de sus líneas, menciona el concepto de “acuerdo social”. Pero, veamos cómo llega a esa idea y qué significa realmente.
Para empezar, Cristina dice en su carta que el fracaso de Alberto prueba que las “buenas formas”, que le reclamaban a ella en su momento, no son la solución. Se nota aquí una mente sumamente superficial (si no ignorante). Cree que las denuncias de autoritarismo y corrupción y los reclamos de libertad, democracia y república aluden a una mera cuestión de modales. Alberto puede tener mejores modales que Cristina, pero ese no es el “fondo” del asunto (expresión que tanto le gusta usar).
Lo más importante es la independencia judicial, que es el primer paso y la clave para todo lo demás (impunidad, inseguridad, ineficiencia, corrupción). En esto, no sólo Alberto no ha hecho ningún cambio, sino que el kirchnerismo ni siquiera le permitió hacerlo a Macri. La reforma kirchnerista del Consejo de la Magistratura de 2006 sigue vigente. Esa ley politizó, paralizó y estropeó el órgano encargado de elegir y destituir jueces. Cuando Cambiemos quiso dar marcha atrás con esa reforma siendo oficialismo (proponiendo una disminución de su propio poder en aras de la institucionalidad) el kirchnerismo le trabó el proyecto en el Congreso.
Segundo, nadie ha dicho que con mejorar las instituciones alcance. La buena calidad democrática favorece el desarrollo en el largo plazo, pero en lo inmediato hay que resolver el gravísimo problema económico que creó Cristina, que es cierto que, hasta ahora, ni Macri ni Alberto han podido solucionar.
De manera sumamente simplificada, el problema se explica así: Cristina generó un Estado que hace a nuestro país completamente inviable y que es sumamente difícil de desmantelar. No sólo te impide crecer, sino que consume riquezas sistemáticamente, haciéndote cada día un poco más pobre. Es sin dudas uno de los hechos más irresponsables y con efectos nocivos a más largo plazo que se conozcan en nuestra historia.
Para que el lector tenga una idea de a lo que me refiero, el tamaño del Estado se mide según lo que gasta como porcentaje del total de riqueza producida en un año. Para hacer comparaciones entre países, no sólo se debe tener en cuenta este porcentaje, sino también el nivel de desarrollo o PBI per cápita de ese país. Pues, si yo gasto el 50% y me quedan en el bolsillo 50, no es lo mismo que si gasto el 50% pero me quedan en el bolsillo 10. En este último caso, el gasto de 50% me deja un saldo que no me permite tener una buena calidad de vida, ahorrar, emprender y progresar. Además, cuanto más pobre es un país, más austero debe ser el Estado, porque más necesitará ahorrar e invertir para poder superar su estado de pobreza y estabilizarse en un buen nivel.
Los países de América Latina que más se han desarrollado y más han crecido en las últimas décadas son Costa Rica y Chile (y en menor medida Uruguay). Tienen, respectivamente, un gasto público del 19,69%, 25,36% y 33,21%. El kirchnerismo recibió un gasto público del 22% del PBI (licuado por el “duhaldazo”) y lo dejó en 41%. Néstor lo llevó de 22% a 29% y Cristina de 29% a 41%. Es un gasto “nórdico” pero en un país pobre como el nuestro. Analizando la riqueza total y cuánto le queda en el bolsillo a los ciudadanos luego de financiar el gasto estatal, nuestro gasto del 41% equivaldría a un gasto del 66% en España, del 79% en Alemania, del 83% en Suecia y ¡del 89% en Suiza! (cuyo gasto es del 33%). Totalmente insostenible…
Pero hay algo más: Cristina no sólo dejó un gasto alto, sino que además dejó un alto déficit, altos impuestos, alta inflación y estancamiento. El gasto público es siempre rígido a la baja. Es decir, es fácil subirlo pero muy difícil bajarlo. Subirlo genera rédito político, mientras que bajarlo implica un gran costo electoral. Pero, en la situación que dejó Cristina al país, es todavía mucho más difícil. Ese gasto descomunal y monstruoso se ha convertido en una potente aspiradora de riquezas; en un incendio descontrolado que quema recursos a diario. No sólo CFK desaprovechó una oportunidad histórica de desarrollo por los elevados precios de nuestros commodities, sino que también le puso un ancla a la economía que nos hunde y no podemos desatar. Ni ellos pueden.
Todavía hoy continuamos pagando los costos del despilfarro y la corrupción estrambóticos del kirchnerismo, pero ella sigue en su mundo, inmune a la cruda realidad. En su carta, habla del “derrumbe” de la economía durante el macrismo. Es como si todo hubiera sido perfecto hasta que llegó Macri. En realidad, a pesar de los precios altos de los commodities y del efecto rebote y la licuación del gasto público en 2001/2002, el kirchnerismo logró adormecer la economía desde 2011. Desde entonces, nuestra economía agoniza con un estancamiento neto (más allá de altibajos menores). Llevamos diez años de estancamiento y freno económico gracias al Estado asfixiante e insostenible que generó el kirchnerismo y que hasta ahora nadie pudo domar (Macri apenas frenó su crecimiento).
El gobierno de Cambiemos fracasó en hacer crecer la economía y sacarla del estancamiento, pero quien la introdujo en ese estado fue Cristina. Cambiemos fracasó en eliminar el déficit fiscal infernal que heredó, pero quien lo generó fue Cristina. Fracasó en reducir la inflación de dos dígitos, pero quien le dio vida fue Cristina. Fracasó en disminuir el inviable tamaño del Estado, pero quien lo agrandó irresponsablemente fue Cristina. Fracasó en bajar la pobreza, pero quien dejó el país con una pobreza del 30% fue Cristina. Es decir, el muerto se ríe del degollado. Quien gestó los graves problemas que tenemos, señala con el dedo a quienes fracasaron o están fracasando al intentar resolverlos.
Otros analistas se esperanzan porque la vicepresidenta al fin reconoció “el problema de la economía bimonetaria”. Interpretan que está cediendo a la ortodoxia económica, valorando el hecho de tener una moneda fuerte. En el lenguaje de Cristina, esa expresión implica que el problema es el dólar y la adicción de los argentinos a esa moneda foránea. “La restricción externa, léase: escasez de dólares o excesiva demanda de dicha moneda; según cómo se mire…”, nos dice sugerente. “La Argentina es el único país con una economía bimonetaria”, insiste más adelante en una flagrante mentira. En todo país con inflación las personas recurren a una moneda estable, generalmente el dólar, para proteger sus ahorros. En algunos, incluso, la economía está dolarizada y ya no existe moneda local.
Poner el énfasis en “el problema de la economía bimonetaria” es una forma elegante de echarle la culpa a los ciudadanos y de justificar todas las medidas económicas retrógradas de su gobierno. En vez de hablar de la inflación, habla del bimonetarismo. En vez de hablar del peso, habla del dólar. Para ella, no es que por haber inflación la gente se ve forzada a comprar dólares para que sus ahorros no desaparezcan en sus manos, sino que por culpa de los estúpidos argentinos que tenemos por deporte comprar dólares, aparece la inflación y “economía bimonetaria”.
La carta sigue de irrealidad en irrealidad, como cuando dice “terminé mi gestión (…) desendeudada”. Otra mentira. Dejó una deuda pública del 52% del PBI. Es verdad que no la incrementó, pero ella generó el déficit fiscal monstruoso que todavía padecemos y que nadie logra domar, el cual es la causa de la deuda, la inflación y la recesión eterna. Recibió un país superavitario y lo dejó con un déficit del 6% del PBI. Un delirio. No tomó más deuda porque nadie le creía ni le quería prestar. Eso no es meritorio. Para solventar el déficit (que ella sola creó) recurrió a emisión monetaria, inflación y quema de stock de capital (reservas, AFJP, ANSES, aumento de impuestos, etc.).
Cristina no se despertó moderada, ortodoxa y dialoguista. Sigue siendo la autoritaria y radicalizada de siempre. El “acuerdo social” al que alude es, en sus propias palabras, articular entre “los sectores políticos, económicos, mediáticos y sociales” para acabar con “el problema de la economía bimonetaria”. Es decir, que ella controle el Estado, las empresas, los medios y la sociedad civil para extirparnos de la mente a los argentinos nuestra singular adicción al dólar. Por si quedan dudas, agrega que “el prejuicio antiperonista” es “una de las dificultades más grandes para encauzar definitivamente a la Argentina”. Es decir, la solución pasa por acabar con los antiperonistas (o sea con la oposición).
Aprovecha también para denunciar el complot en su contra para meterla presa, lo que reafirma su afán por controlar la Justicia. Y se mofa de que el partido de Evo Morales ganó las elecciones en Bolivia lo que, vaya uno a saber por qué, comprobaría que no hubo fraude cuando Evo se lanzó a una reelección ilegal que el pueblo ya había rechazado en las urnas. ¿No era que le habían hecho un golpe antidemocrático para implantar una dictadura? ¿Cómo es que su partido ganó las elecciones? Ese resultado sólo demuestra que la sublevación popular que llevó a la renuncia de Evo era efectivamente lo que dijo ser: una rebelión antiautoritaria que no buscaba proscribir al partido de Evo, sino evitar que este dirigente conquistara la reelección indefinida por medios autoritarios, ilegales y fraudulentos.
Lo mejor que Cristina podría hacer es dar un paso al costado y llamarse a silencio luego del enorme daño que hizo, contra el cual seguimos batallando y por el cual seguimos sufriendo. El acuerdo lo podría hacer con Macri (para que no digan que esto es partidista), comprometiéndose ambos a abandonar la política y dejar que nuevas figuras, ideas y generaciones asuman los liderazgos de sus respectivos partidos.
Si la propuesta anterior no tuviera buena recepción, la oposición debería retrucarle a Cristina y decirle que se suman al “acuerdo social” si se empieza por lo más básico: elegir un árbitro imparcial para que haga cumplir las reglas de juego para todos por igual. Esto quiere decir, establecer una Justicia independiente.
La propuesta sería muy sencilla. Si el kirchnerismo quiere dar una muestra de buena voluntad y despejar toda sospecha de autoritarismo y búsqueda de impunidad, que haga dos cosas: por un lado, derogar la reforma kirchnerista del Consejo de la Magistratura de 2006 (la cual lo politizó y paralizó) y, por otro, comprometerse públicamente a no elevar los miembros de la Corte en los próximos 20 años. Hechas estas dos cosas sencillas, se iniciaría un diálogo abierto, transparente y confiable con la oposición, ya que nadie tendría que temer el autoritarismo kirchnerista o que nos volvamos “Venezuela”. Si el oficialismo rechazara una propuesta tan simple y elemental, sería una confirmación de los peores temores de sus detractores.
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