El presidente parece no entender la naturaleza de la crisis de confianza que atraviesa ni la magnitud del daño que provoca. Sus movimientos pendulares paralizan la gestión y desorientan a una sociedad atribulada por las urgencias sanitarias y económicas. Alberto Fernández oscila entre una subordinación sobreactuada a la jefatura política de la vice y efímeros berrinches o insinuaciones de autonomía.

La carta de Cristina lo obligó ayer a piruetas retóricas para interpretarla a su favor. Llegó a decir que ella no cuestionó a los “funcionarios que no funcionan”, sino que replicó a los opositores que formulan esa crítica.

Una especie de Tandarica del discurso. Practica un equilibrio imposible para lidiar con el pecado original de su presidencia. Es hija legítima de los votos. Pero antes, de la voluntad política de su vice. Llegó a la fórmula sin el sostén de una fuerza propia. Sólo el dedo sagrado hizo el milagro.

La idea de un distanciamiento de la vice coloca al presidente ante a un escenario de orfandad política, en el peor momento. Él tampoco parece dispuesto a explorar una construcción propia con otras alianzas. Ni a cambiar la confrontación por acuerdos de gobernabilidad con la oposición.

El péndulo lo llevó ayer a ensayar una defensa apenas simbólica de los amigos políticos que Cristina impugnó en su texto, al exhibir las heridas que en el pasado le infirieron sus reproches. En el homenaje a Néstor, Alberto se mostró junto a Massa, Vilma Ibarra y Kulfas.

El presidente está débil y se siente débil. No se anima a enfrentar al kirchnerismo intransigente que esmerila su autoridad. No hay otro modo de entender su comentario de ayer sobre los sucesos de Entre Ríos, teñido de cierto clasismo impostado: “Son cosas que pasan entre los ricos”.

El presidente debería condenar de manera tajante las tomas ilegales de tierras, que ya se extienden por 12 provincias. Hacer cumplir la Constitución es su deber. También, un imperativo ético de alguien que se reivindica como hombre de derecho. Sería además un acto en defensa propia. El silencio, la ambigüedad y la militancia de las usurpaciones por funcionarios que no controla sólo las alientan.

El irrespeto a la propiedad privada está en la base de la desconfianza pública. Además de la falta de liderazgo para detener los avances sobre la independencia de la Justicia y la libertad de expresión. Y de la ausencia de un rumbo y actos de gobierno capaces de revertir el colapso económico.

El ministro de Economía acaba de ganar un round en la pelea por bajar la fiebre del dólar.

Guzmán abandonó la pulcritud de la academia y se metió en el barro de los aprietes a operadores del mercado para que redujeran las compras y aumentaran las ventas, a precios menores.

Usó además a su favor –y esto fue lo más relevante– las expectativas de devaluación con un bono atado al dólar oficial y otros cuatro títulos indexados por inflación. El Tesoro embolsó algo más de 250 mil millones de pesos. Suficiente para afrontar vencimientos, financiar algo de déficit y devolver 100 mil millones de adelantos al Banco Central. Una señal, modesta todavía, de mayor disciplina monetaria.

El gobierno obtuvo una tregua cambiaria, que de todos modos dejó altísima la brecha con el dólar oficial. No debería confundirla con una superación de la crisis. La desconfianza sigue intacta.