Ayer el presidente volvió a presentarse tal cual es, desprovisto de su disfraz de “moderado” y “educado”. Fernández siempre ha sido un hombre mediocre. El ensayo de José Ingenieros pareciera estar inspirado en su figura. Nunca tuvo vuelo, pero siempre creyó que lo tenía. Nunca tuvo mundo, y creyó que eso era una virtud, no una carencia. Nunca produjo nada, excepto burocracia y nunca trabajó. Fundamentalmente nunca trabajó.
Ayer en una sola frase hizo gala de todo eso en los escasos segundos que le demoró dar una respuesta peyorativa a una pregunta preocupada del periodista Javier Díaz.
En una entrevista en donde participaban otros periodistas, Díaz le preguntó por el miedo que siente la gente de andar por la calle. Tomó la bandera en sus manos y se puso él mismo como ejemplo confesando que sentía miedo al caminar por la calle por los delitos cada vez más violentos que se cometen.
Fernández le dijo que a ese respecto sólo podía aconsejarle “conversar sus miedos con el psicólogo”.
Confieso que la primera reacción que tuve al leer el reportaje fue lanzarle una puteada. Una puteada que lo mandara donde merecen estar los que viven en una burbuja segura pagada por el esfuerzo de toda la sociedad. Una puteada que ubicara al presidente en su lugar; que lo hiciera bajar a las veredas que caminan millones de argentinos todos los días, librados a la buena de Dios, sabiendo que, si son víctimas de un delito y reaccionan, son ellos los que muy probablemente terminen en la cárcel dando explicaciones, gracias a la concepción social que Fernández pregona.
Pensé en las comodidades que rodean al presidente y a todos los de su clase. Pensé en los millones que nos cuesta que ellos vivan así. Pensé que, no conformes con que le paguemos esas fortunas y esos privilegios, nos roban en la cara con licitaciones, con contratos, con operaciones sucias, con alianzas en muchos casos con el delito puro y raso, con transas en las que le sacan millones de dólares a la sociedad privada que trabaja para embolsarlos ellos.
Pensé en que Fernández, ni ninguno de los de su clase, tuvo la empatía de tocar un centavo de su sueldo cuando, por otro lado, le pidieron (y le siguen pidiendo) mil y un sacrificios al pueblo. Pensé en que Fernández viva tan solo una semana como vive Javier Diaz, buscando el mango en la calle, en la misma calle que lo amenaza y lo amedrenta, la misma calle que Fernández explota demagógicamente a puro ruido de bombo y borón-bon-bon.
Pensé en este soberbio, altanero, impresentable, subiéndose a una alta torre desde la cual manda a “hacerse ver” a un ciudadano preocupado. Y preocupado no por fantasmas que dan vueltas en su afiebrada cabeza, sino por realidades que la gente común enfrenta a diario.
Y allí pensé que Fernández no tiene idea de lo que habla porque hace rato que los privilegios de la política que el pueblo le paga lo sacaron del ámbito de la gente común. Fernández es un señor feudal, un aristócrata de cartón (sin las benevolencias de la aristocracia verdadera), un bravucón de La Paternal que se cree por encima del ciudadano medio.
Un ciudadano medio al que se dirige como si fuera un estereotipo exprimible para sacarle todo el jugo electoral que pueda y luego, cuando ya no le sirve, tirarlo a un costado del camino para que quede a la buena de Dios o para recomendarle que vaya al psicólogo.
Fernández reúne todos los perfiles de un repugnante. Como la socia que por la magia de su dedo lo puso en el lugar que está, el presidente es un insoportable engreído que, de no contar con el refugio que todos le pagamos, no habría llegado a nada en la vida. Fernández no le ha agregado nada al Universo. Solo le ha sacado. Es un parásito, una garrapata.
Desde esa pusilanimidad al mismo tiempo estúpida y altiva repetidamente adopta la postura del superior que puede impartirle lecciones a los demás. Ha demostrado que no sabe ni aquello que se supone estudió -como quedó probado en la famosa discusión jurídica que tuvo con la periodista Cristina Pérez, en la que evidenció una alarmante ignorancia constitucional- y varias veces mostró la hilacha que se esconde detrás de modales estudiados pero que, de moderación, solo tienen un disfraz.
La Argentina tiene un presidente que la avergüenza. Tiene un presidente hipócrita, ignorante, mediocre, poco informado, altanero, sin mundo y que vive una realidad ajena a la del hombre medio al que explota para mantenerse donde está.
Los Fernández, los Kirchner, los Valdez, los Heller, los Massa (y así podría seguir nombrando a decenas) constituyen una casta ignominiosa que han hecho de la Argentina un fenómeno inexplicable para la Academia universal.
Ver a alguien que no tiene ningún valor moral mofarse de un ciudadano honrado que le manifiesta algo tan simple como el miedo de vivir en el país que él preside, da vergüenza y causa impotencia.
Esa mezcla de furia e irreverencia que bulle en tu interior cuando un impresentable te ningunea, es la que seguramente Javier Díaz tuvo que contener para no responderle como se merecía.
A veces la honra del ciudadano común sirve para ponerle una lupa a la pestilencia que predomina en donde debería prevalecer el honor, la educación y la vocación de servicio.