Luego de dos días de duros combates, el gobernador militar de Malvinas, general Luciano Benjamín Menéndez decidió que era hora de contactarse con su par británico Jeremy Moore. Había sido testigo de aquello, cuando vio las miradas de los soldados que bajaban de los montes luego de dos noches plagadas de hierro, fuego y sangre. Trató vanamente de convencer a Galtieri que la situación no daba para más, que era imperioso considerar la capitulación para evitar más muertes. Demudado, escuchó del otro lado del auricular que el presidente de facto le conminaba a que las tropas salieran de sus pozos y contraatacaran. Miró por la ventana del edificio de la gobernación, y vio cómo el Batallón de Infantería de Marina Nº 5 desfilaba por la avenida principal luego de frenar en tres oportunidades la avanzada británica en Tumbledown. También, tuvo conocimiento de la valiente defensa del monte Longdon por parte del Regimiento de Infantería Mecanizada N°7 Coronel Conde, quien por durante 12 horas se enfrentó a los embates del Tercer Regimiento de Paracaidistas británico.
Observando esos ojos, indicó que era tiempo de comunicarse con el jefe adversario. Mediante los servicios del capitán de navío Melbourne Hussey, que hablaba un excelente inglés, se planteó un cese del fuego a partir de las 13 horas. Luego, se arregló una reunión con el jefe adversario para discutir las condiciones de capitulación y retiro de tropas argentinas. La foto de Asociated Press, del inicio de la nota, ilustra dicho momento. Moore, con el rostro cansado y el uniforme de combate, estrecha las manos de Menéndez, recién bañado y afeitado, embutido en un uniforme nuevo. Eran las 19 horas de aquel lunes 14 de junio, y la Argentina entraba en el cono de sombra de la derrota.
Sin embargo, esta no opacó la valentía y la entrega generosa de los soldados clase 62 y 63, que en medio de la noche atroz, resistieron a la feroz ofensiva británica casi solos, hasta que se les acabaron las municiones. Entonces, como lo ilustra esta foto de arriba, arrojaron a la turba malvinense sus ya inservibles cascos y correajes. Pues no había ya más nada que hacer, puesto que lo brindaron todo y en muchos casos, hasta la vida misma.
Entretanto, como lo señala la ilustración de arriba, la bandera británica, la Union Jack, reemplazaba a la celeste y blanca en el mástil de la sede de la gobernación. Puerto Argentino comenzaba de nuevo a denominarse Port Stanley.
Una fila interminable de soldados argentinos depositan sus armas en una pila que crece en dimensión, camino al aeropuerto. El sonido metálico se da de pelos con la amabilidad de un suboficial británico que agradece, con un “thank you”. Así concluyen 74 días en los que se cifró, entre otras cosas, el destino del cruel Proceso de Reorganización Nacional y se gestó una división tajante en el seno del Ejército, que tardaría casi una década en cerrarse.
Ahora, visto a la distancia de un cuarto de siglo, estos hechos parecen nada más dentro de la frialdad de una anécdota. Pero para quienes los vivieron y padecieron, de ambos lados del infierno, su recuerdo permanece indeleble en su psique a veces, como un sonsonete que nunca termina.
Y para ellos que cayeron para siempre, sirva esta reflexión como un sincero homenaje. Honor a los caídos y a sus familias, para siempre.
Fernando Paolella