Suelo decir que el debate público en argentina se ha futbolizado. Y en esto tengo que ser respetuoso con el deporte que juego desde niño y adoro. Me refiero a la idea que sostienen los barras de que “al otro” hay que destrozarlo, pasarlo por arriba, borrarlo del mapa. “No existís, no existís…”, cantaban desaforados cuando podían ocupar las gradas de los estadios. Una estupidez evidente. Sin el otro, sin el adversario de turno, no hay partido. En la política pasa lo mismo, sin el otro no hay democracia posible.
Lo curioso es que no sólo ingresaron en este juego perverso un conjunto de dirigentes políticos –acaba de dar un ejemplo lamentable el diputado Fernando Iglesias con su ataque misógino a Flor Peña– sino que se sumaron con fervor una importante cantidad de periodistas y comunicadores. Desde sus tribunas, en general de la televisión por cable, provocan con inflamados editoriales sin aportar un destello de información.
Actúan como si fuesen representantes del sector más radical de las fuerzas políticas en pugna. Y, con esa lógica, imponen una suerte de vale todo. Se puede mentir, manipular hechos, exponen datos parciales porque la verdad dejó de ser relevante. Lo sustancial, a la hora de plantear una nota o un programa, es afectar “al enemigo” de cualquier manera. No importa lo que se diga, hay que decirlo con énfasis. En modo predicador. Desde el púlpito. Asumiendo el rol de fiscal de la patria que tanto espantaba a Tomás Eloy Martínez.
Lo curioso es que esta falta de apego a la verdad periodística –la correlación directa entre lo que se cuenta y los hechos– no tiene gran costo. Lo que hace dos décadas hubiese llevado al descrédito, ahora conlleva ciertas cuotas de adhesión y hasta popularidad. En especial en segmentos de la audiencia que no busca calidad informativa ni reflexión profunda, sino confirmar sus prejuicios. Y en esa búsqueda, mientras más enojados y ofendidos se muestren los periodistas, mejor los representarán.
Esta fuerte transformación en el modo de comunicar –que arrasó con el análisis y la información e impuso la opinión y los gritos en gran parte de la televisión local– tiene múltiples fundamentos. No sólo responde a las directivas empresariales, involucradas de manera explícita en la batalla política, también existen razones tecnológicas y comerciales. Lo explicó muy bien el editor Jorge Fontevecchia en una reciente entrevista en la revista Crisis: “Cuando sólo había tres canales de televisión abierta, radios am y publicaciones de papel –hace apenas 25 años– los medios masivos tendían a ser pluralistas (…) A partir de que hay 300 canales, naturalmente el negocio es la segmentación. Para la democracia esto es un problema porque se crean sesgos que se retroalimentan por una necesidad comercial, y esto repercute en la política que se vuelve un espectáculo”. Y el espectáculo se parece mucho a la lucha en el barro.
En definitiva, el mapa de medios atomizado ayudó a consolidar este esquema comunicacional. La disputa por unos pocos puntos de rating contribuye a la proliferación de los “indignados” con micrófono. Esto explica los brulotes, las editoriales con decenas de adjetivos, los gritos y hasta algunos pasos de comedia.