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SALTA, EL NARCOPODER, ANTICIPO EXCLUSIVO
SALTA, EL NARCOPODER, ANTICIPO EXCLUSIVO

    Cuando pensaba que ya nada ocurriría, un zumbido creciente se fue imponiendo a la sinfonía campesina. Esperaba la llegada de ese avión, pero aún así le sonó como un violín que tocaba una nota falsa en medio de la noche de Palo a Pique. Dejó el caballo a unos cincuenta metros de la pista marcada con lámparas y mecheros, pero a medida que se acercaba se dio cuenta de que le era muy difícil escabullir sus casi dos metros de estatura en los matorrales achaparrados que la circundaban. Mientras esperaba el aterrizaje, Carlos Reintmeister recordó su llegada a Salta treinta y cinco años atrás, era un médico enviado por la ONU a una zona desfavorable.  Joaquín V. González no se parecía en nada a su Austria natal pero rápidamente supo que ése era su lugar, allí lo necesitaban. Atendía a criollos, aborígenes y a cualquiera que lo solicitara. También allí encontró mujer y tuvo hijos y hasta pensó que el Justicialismo era el único partido político que se acordaba de los pobres, por eso se afilió, pero no tardó  en desilusionarse.

 

    En 1983, Roberto Romero había asumido la Gobernación tres años atrás y todo parecía empeorar. Carlos estaba cansado de no poder dar respuestas a los más necesitados y lo que más lo angustiaba era ver chicos desnutridos que, incluso, morían por causas evitables. Finalmente la avioneta encaró la pista desde el norte, rebotó blandamente y se detuvo en el extremo opuesto. Se agazapó como pudo, pero pronto advirtió que los individuos se sentían completamente impunes. El piloto y su acompañante saltaron a tierra y se saludaban a los gritos con otros dos sujetos que los esperaban en una camioneta. Bajaron varios bultos y los acomodaron, Carlos escuchó como un sonsonete que hablaba de “la merca”. Cuando recién se enteró de que en ese lugar ubicado a ciento veinte kilómetros de Apolinario Saravia ocurrían estos vuelos, pensó ingenuamente que quizá se trataba de algún organismo al que podía pedir ayuda, hasta podía ser que le proveyeran medicamentos, pero los mismos paisanos se ocuparon de informarle que lo que traían era cocaína de Bolivia y que no se metiera en líos porque esa gente tenía cobertura oficial.

    Ya en su casa, Reintmeister reflexionaba sobre el camino a seguir. No confiaba en la policía provincial, había visto demasiado cómo se ensañaba con el pobrerío que se volvía extrañamente manso ante cualquier forma de poder.  De pronto, se acordó de aquel joven oficial de ejército que llegó a su consultorio solicitando atención médica para un soldado que se había accidentado cuando intentaba cambiar una cubierta de su vehículo. En algún lugar había guardado su dirección y estaba destinado en Salta Capital. No se equivocó. El militar actuó rápida y eficazmente, pero sus órdenes fueron que destruyera la pista y regresara a la ciudad. Carlos, en realidad, esperaba que emboscaran y detuvieran a los delincuentes, pero entendió que tal situación estaba fuera de las posibilidades de aquel oficial. 

    El médico no se arrepentía de su actuación, estaba seguro de haber hecho lo correcto y, por otra parte, no se asustaba fácilmente. Más de una vez sus ciento cinco kilos de peso bien distribuidos lo habían hecho zafar de situaciones complicadas, pero ahora se enfrentaba a una novedad que no había calculado, después de todo él era el médico del pueblo y la gente lo respetaba, incluso los policías le demostraban su afecto porque atendía a sus familias y el “gringo” era churo y amable al decir de los uniformados.  Sin embargo, algo había cambiado. Algunos efectivos de la comisaría lo hostilizaban casi permanentemente. Sus hijos, según nos relató en FM Noticias, le pedían por favor que no reaccionara ante los agravios, le suplicaban: “papá por favor no le contestés, vos estás solito”. 

    Una tarde, entrado el verano, venía por la calle polvorienta escuchando ensimismado el sonido imposible de los coyuyos, y al dar vuelta la esquina se encontró de frente con los cuatro policías. Carlos sabía que esto podía ocurrir y se había preparado mentalmente, calzó al primero en la cara y lo vio caer, los otros tres se abalanzaron y pudo agarrar a otro del cuello mientras, los dos restantes, lo golpeaban con ferocidad. Finalmente lo redujeron y lo llevaron a la Ciudad de Metán bajo el cargo de resistencia a la autoridad.  El gringo estuvo dos días detenido y tuvo tiempo para meditar en todo lo ocurrido. Seguía convencido de haber obrado bien y no pensaba dar el brazo a torcer. Como todos en Salta, él había oído hablar de Roberto Romero como un poderoso narcotraficante, ¿y si la pista que él logró que destruyeran era de Romero?. Lo primero que haría al salir era ir a ver al Gobernador.

    Cuando la secretaria le anunció que un tal doctor Reintmeister solicitaba una audiencia, “Don  Roberto” no dudó un instante. Aunque no alcanzaba a comprender cuáles eran los motivos que llevaban a ese doctorcito a meterse en su feudo de manera tan imprudente. Sabía que Reintmeister se había afiliado al PJ, quizá pretendía negociar para aliviar su situación, pero no se la iba a hacer fácil, aunque finalmente su experiencia le decía como siempre que lo mejor era convencer, amenazar o comprar antes que crear un conflicto.  Dejó que pasara un tiempo antes de irrumpir en la sala donde esperaba el médico. Romero tenía la costumbre de imponer fuertemente su presencia cuando debía enfrentar a alguien que le había causado problemas. Tenían que entender que él en Salta hacía y deshacía y por otra parte creía tener todavía aquel porte que lo había llevado, en sus años de pobreza, a integrar un grupo de luchadores que, al mejor estilo Karadagian, presentaba su show en Salta. Pero Carlos, para desilusión del mandatario, no pareció reparar en nada de esto. Apenas lo vio comenzó a reclamarle por las carencias de la  gente, que en todo el Departamento faltaban medicinas, que cómo era posible que murieran niños que podían ser curados y, luego, mirándolo fijamente le enrostró con su castellano desenhebrado: “vos me hacés perseguir por la policía porque te rompí una pista que usabas para el narcotráfico”. Romero estaba desencajado y no sabía cómo reaccionar ante la catarata de imputaciones, pero se tranquilizó cuando vio que la custodia ingresaba al salón traída por su secretaria. Hizo un ademán para que retiraran al austriaco que le seguía gritando “analfabeto, sinvergüenza, vos matás gente”.
    Carlos hacía tiempo para volver a las Lajitas. Eran las cuatro y media de la mañana  y estaba cansado de deambular,  en media hora partiría en ómnibus desde la terminal, faltaban dos cuadras para llegar  y la calle sofocaba oscuridad. Nunca supo cuántos tipos lo atacaron, sólo sintió la sangre que le mojaba la camisa, le habían clavado el extremo roto de una botella que le dejó una cicatriz terrible desde la ceja izquierda hasta la mitad de la mejilla.
    Poco tiempo después del relato que nos dejara en FM Noticias, el diario El Tribuno publicaba una nota totalmente falsa imputando a Reintmeister, todo en potencial, de presuntos delitos como “resistencia a la autoridad” o que no tenía título de doctor en medicina - afirmación desmentida por Carlos con documentación en mano. La primera acusación  no era nada más que el resultado del acoso permanente al que era sometido por parte de efectivos policiales de la provincia.


Sobreactuación 


    Los 714 km. de frontera que Argentina tiene con Bolivia son imposibles de vigilar por cualquier fuerza de seguridad. Gendarmería no es una excepción.
    El crecimiento del tráfico de estupefacientes fue de progresión geométrica, pero aún así no hubiera podido prosperar de manera tan extraordinaria sin la cobertura política que tuvo. No tiene explicación la falta de radarización que ayude a controlar una frontera tan caliente, más aún si se conoce que, sólo en Salta, hay decenas de pistas de aterrizaje que burlan la vigilancia de cualquier organismo de seguridad.
    Por eso, muchos salteños achicaron los ojos como rendijas cuando se enteraron de que el gobernador Juan Carlos Romero, acompañado del entonces gobernador Julio Miranda de Tucumán, se había reunido el 8 de marzo de 2001 con el embajador  norteamericano James Walsh  “para pedirle una suerte de Plan Colombia para la región”. El salteño después de esa reunión dijo que el diplomático se había comprometido a evaluar la creación de un programa de cooperación para el control del narcotráfico en la frontera con Bolivia, versión que fue contundentemente desmentida por Walsh al día siguiente. 
    En realidad, se trataba de una sobreactuación de Romero que terminó dando un paso en falso. Júcaro necesitaba desesperadamente despegarse del estigma de narcotraficante que lo perseguía implacablemente. Pero los dichos del gobernador tienen una lectura bastante más compleja porque, descontando que la posibilidad debía tener la aprobación del Congreso Nacional, lo cierto es que Romero estaba ofreciendo una cabecera de playa a EE.UU., cosa que lograría 4 años después el Imperio, pero en Paraguay.
    El mandatario ya había sido cómplice en la entrega de los activos argentinos cuando presidía la Comisión de Hacienda del Senado. Le importaba poco la instalación norteamericana en el norte y sabía que al Imperio le podía interesar monitorear a la conflictiva Bolivia, en donde ya se incubaba una temida y creciente rebelión. El otro análisis tiene que ver con que la DEA había investigado profundamente a su padre y nadie sabía a quién más estaba observando. Se especulaba con el rumor de que Romero se habría convertido en un rehén de la Agencia Antinarcóticos. 
    En diciembre de 2006 y en medio de un escándalo que comprometía al gobierno de Romero con el narcotráfico y el crimen de una productora del norte provincial, llegó a Salta el nuevo embajador norteamericano, Earl Anthony Wayne, quien destacó el control sobre el narcotráfico efectuado por el gobierno de Salta, y dejó el ridículo regalo de 6 perros entrenados para detectar narcóticos.  Fue un claro mensaje para el gobierno de Kirchner. 
    Más de una vez el diario El Tribuno había intentado desmentir distintas versiones que comprometían al sujeto feudal, pero lo único que había logrado era situarlo con más firmeza todavía en esa comprometida vidriera.

 

Extracto de Salta, el narcopoder de Sergio Poma

 

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