La historia argentina está plagada de internismos que nunca condujeron a pensar primero en la Patria, después en los movimientos o partidos, y por último en los hombres. El resquebrajamiento de la coalición de gobierno actual cruje desde ambos costados y es la primera vez que la causa es el pensamiento de dos proyectos contrapuestos.
Esos dos proyectos no son producto del acuerdo suscripto con el Fondo Monetario Internacional (FMI). Este organismo, el que da crédito a tasas bajas como ningún otro prestamista, solamente fue una excusa para exponer la división con la que nació esa coalición. Lo que sucede es que a la titiritera se le cortaron los hilos y ya no maneja al muñeco como ella quiere.
Los cruces de documentos “intelectuales” entre ambas bandas confirman apenas que siempre pensaron distinto. Antes de que apareciera esa deformación llamada kirchnerismo, el Peronismo apelaba a la unidad porque en el fondo había una unidad de concepción. El Kirchnerismo carece de eso porque también ha modificado su concepto de la política. Ahora la política del kirchnerismo es más un negocio que una ideología.
¿De qué unidad habla cada una de las bandas? La oficialista pretende recuperar una unidad que incluiría a algunos más que los propios, pero sin tener la autoridad legítima para aglutinar a nadie. Tampoco es peronista. Actúa en soledad, apoyado sobre la muleta de la oposición, sin la cual el país hubiera entrado en un default. La otra, la del rejunte de intelectuales que se identifican más con la izquierda marxista que con el peronismo, pretende convocar a la unidad de los propios, pero está quebrada. El punto de unión de este sector tiene solo en común el deseo de liquidar al presidente de la nación porque se pasó de la raya, y prefiere antes un default que abordar la crisis económica que nos está llevando a la ruina.
Ninguna de las bandas es buena para el país. Es más, ambas carecen de un proyecto que aspire sacar a la Argentina de la inmensa crisis en la que la están sumiendo día a día, sin pensar en ningún futuro ni en ninguna transformación. Son ineficientes en ambas orillas: el presidente no solo no sabe qué hacer, sino que se desdice cada 24 horas, anuncia, pero no concreta, no ve más allá de sus propias narices porque carece de ideas. Los liderados por la vicepresidenta le reclaman una transformación que no es la misma que quieren los argentinos. Ellos sueñan con un populismo dictatorial, anhelan contar con todo el poder para ellos mismos, el poder por el poder mismo. El futuro de la nación no les importa.
Y se chucean entre sí sin advertir la gravedad de la situación que arrastran, cuyo origen se encuentra en el fracaso que se llevaron como trofeo en las elecciones de medio término del 2021 para venderlo como si hubieran ganado. El festejo fue el de un conjunto de idiotas incapaces de comprender qué había pasado en realidad.
La coalición de gobierno está rota por donde se la mire. Cuatro millones de personas decidieron no aceptarlos otra vez en las urnas. Cuatro millones no son los casi 30 sujetos que votaron en contra del acuerdo con el FMI. Cuatro millones menos de votos no se recuperan fácilmente, ni, aunque estilicen las plumas en los documentos a los cuales les falta acertividad.
Han fracasado, como fracasan todos los planes cuando la especulación es exagerada. Está a la vista que, desde el punto de largada, la designación de Alberto Fernández como candidato presidencial, el plan estuvo condenado al fracaso. Todos los argentinos vieron cómo, paso a paso, lo fueron debilitando hasta convertirlo en un muñeco de trapo; todo el tiempo los habitantes de este generoso país fueron testigos de las humillaciones a que fue condenado sin el menor prurito. Millones de argentinos observaron como el títere volvía una y otra vez a la servidumbre voluntaria para que sigan cascoteándolo. Al hombre parece faltarle orgullo.
Pero cuando por una vez una luz le iluminó el camino para evitar caer en el abismo, los mismos que lo venían empujando se enojaron porque no cayó hasta el fondo del precipicio. La caída, en este caso, no se produjo porque impuso cierta razonabilidad en un solo hecho, después de infinitos desaciertos, de idas y venidas por doquier. El hombre servil se mantuvo en sus cabales mientras el resto de la tropa enloquecía, incluyendo a la líder carismática que ya perdió la brújula del mando incluso en el territorio específico de su reinado: el Senado de la Nación.
Sin embargo, los detractores internos del gobierno no se van a ningún lado. Hacen parodias para no largar las cajas de las cuales se abastecen para mantener el aparato político. Desconocen incluso que cuando se “rompe” internamente hay que tener motivos relevantes, por ejemplo, la conformación del Grupo de Trabajo compuesto por 29 diputados que se autoimpuso llevar adelante en 1975 el juicio político a José López Rega, un ser nefasto para el peronismo. O el Grupo de los 8 que se escindió del Partido Justicialista en la cámara baja en diciembre de 1989 por no compartir el sorpresivo proyecto neoliberal de Carlos Menem.
¿Moderación o pueblo? ¿Cuál es la cuestión? Bananas o rabanitos, da igual. Si la moderación está dirigida a las actitudes del jefe de estado la idea se licúa en cuanto el hombre abre la boca para contradecirse. En cuanto al pueblo, hay que verificar a qué llaman pueblo los “sublevados” del kirchnerismo. El pueblo con el que piensan que cuentan está harto de las maniobras de los subsidios. Lo que antes parecía una dádiva hoy es una triste limosna que no alcanza para poner la mesa, una mesa por día. Es evidente que la masa de dinero no alcanza a satisfacer los ánimos ni a alimentar las lealtades. De eso no se dan cuenta quienes desde el púlpito pretenden ser la lámpara de Diógenes. Es archiconocido que Diógenes vivió como un vagabundo en las calles de Atenas, convirtiendo la pobreza material extrema en una virtud. Se dice que vivía en una tinaja, en lugar de una casa, y que de día caminaba por las calles con una lámpara encendida diciendo que “buscaba hombres” honestos. En la actualidad la pobreza no tiene ninguna virtud y la búsqueda de hombres honestos es una entelequia.
Ni Alberto Fernández y su omnipotente vice, ni los adláteres iluminados de la arquitecta egipcia tienen un proyecto de transformación real para la República Argentina. Hoy se pelean, y tendrán un año para seguir haciéndolo porque las copas de cristal se rompieron y no hay ningún material que una los pedazos. Unidos seguirán siendo una bolsa de gatos, separados verán cómo se aleja cada vez más la idea de continuar reinando en el país donde todas las fórmulas fracasan.
Mientras tanto, la Patria llora.