Existen personas que no mueren. Existen personas que viven en el mensaje de su voz, en el aliento imperecedero de un libro, en la perennidad de una estatua. Existen personas que viven en un pueblo. José de San Martín vive en la comunidad argentina y por ello es difícil imaginar el 17 de agosto de 1850 como el día de su muerte.
Se paralizó en esa jornada un corazón que había soportado con firmeza los peligros de cruentas batallas, las presiones de la altura, la emoción de la victoria y los dolores de la ingratitud y de la incomprensión. Finalizó en esa jornada la presencia actuante de un jefe militar y un ciudadano que, retirado voluntariamente del teatro de su gloria, gravitaba en los ánimos de los conductores de América como un juez austero de los actos de gobernantes y gobernados y como una reserva de la esperanza para las horas difíciles que podrían llegar en cualquier momento.
Pero lo que ocurrió en Boulogne Sur Mer a las 3 de la tarde de aquel día no fue un deceso sino un tránsito. El alma de San Martín abandonaba su envoltura carnal, para transfundirse al porvenir de una nacionalidad, para guiar la marcha futura de una columna a cuya cabeza va desde entonces. Al frente, como en el cruce de los Andes; en el mando, como en los campos de batalla de San Lorenzo, Chacabuco y Maipú; en las grandes decisiones de la libertad, como en Santiago y en Lima, y en todo instante en que los destinos de la Nación Argentina deben cumplirse cabalmente, la sombra protectora del Liberador es decisión y es rumbo. Sombra luminosa, depurada ya de todas las pequeñas sombras que alguna vez se pretendió arrojar sobre ella, corresponde a una figura indiscutible.
En 172 años de posterioridad, el proceso de su fijación definitiva ha estado abierto a todos los análisis. Reuniéndose cuantos documentos podían aportar un testimonio en favor o en contra de su valor moral, de su significación militar, de su criterio político. Fueron ampliamente discutidos todos y cada uno de sus actos, interpretadas sus intenciones más íntimas, juzgada su intervención en la gesta de la Independencia Americana y su alejamiento luego de la histórica entrevista de Guayaquil.
También se debatió la influencia de sus gestos y de sus hechos en los acontecimientos internos de las Provincias Unidas del Río de la Plata y en el desarrollo de otros países de la América del Sur con posterioridad al combate definitivo en Ayacucho. Tuvo, entre sus contemporáneos que lo sobrevivieron, grandes defensores y enconados adversarios. A la pasión de los calificativos, los historiadores opusieron la serenidad de las pruebas, al calor que surgía de las propias comprobaciones. Entregaron, así, a las generaciones nuevas no un alegato vibrante sino una memoria de cuyas conclusiones surgiese, con el esplendor de la verdad, el inmenso caudal de ejemplos de una existencia puesta al servicio del derecho y de la justicia.
Han transcurrido 172 años desde aquella tarde en la que San Martín, ciego y pobre, y consolando, con toda la lucidez de su cerebro, a su hija y a su yerno, que lloraban su ausencia inminente, vivió sus últimos instantes de hombre mortal.
Fuerte contraste se halla entre la modestia de su aposento en la casa de la ciudad francesa y el fasto que las naciones liberadas por él le ofrecieron y él rechazó en confirmación su austeridad republicana.
Cerró los ojos -anotó el encargado de negocios de Chile en Francia que estaba a su lado- “con la calma del justo”.
En la sencilla capilla ardiente, su rostro “conservaba los pronunciados rasgos de su carácter severo y respetable”. Sepultados sus restos en la iglesia de Notre Dame, de Boulogne, sólo 28 años después fueron traídos a Buenos Aires. Más de un lustro hacía que se alzaba su estatua ecuestre en la plaza del Retiro. La Nación Argentina, el pueblo todo de la república, debe comprender que San Martín pertenece a la inmortalidad y no a la muerte, y su monumento muestra al héroe en la actitud del conductor máximo e inmarchitable, a la fuerza latente que nos debe unir como país y a América.
La figura del Gran Capitán de los Andes, presente en el bronce de las estatuas que levantó la gratitud de los pueblos liberados por su espada de guerrero y dignificados por su ejemplo de ciudadano, debe estar presente en nuestra mirada colectiva, como la luz que señala el sendero.
Las lámparas votivas que en toda la república -y en el mundo- evocan el ardor de su espíritu agitan su llama con brisas de eternidad. Esa eternidad es la de los valores humanos que, concentrados en el héroe, hicieron de San Martín un prototipo. Esa eternidad es también la de un pueblo que debe tener conciencia de la índole moral de su destino, forjado por su adalid en los campos de batalla y en todos los escenarios donde le correspondió decidir la suerte de un continente. Vivamos este día con la honda emoción de sentir su alma en el seno de la comunidad nacional.
Pasan los años, se suceden las generaciones, y los argentinos seguimos repitiendo una y otra vez nuestras peregrinaciones. Y si en horas aciagas retemplamos nuestra voluntad a su conjuro. Es la hora de las grandes realizaciones y las mayores esperanzas debemos ponemos en el ara sagrada de las grandes empresas. Recojamos el fuego sagrado de su antorcha para proseguir la marcha. No esperemos que las cosas pasen, hagamos que pasen…
Conmemoremos a San Martín no para llorarlo porque se nos fue un día. Ese alejamiento no ocurrió nunca. Por lo contrario, repatriados sus restos, devuelto a la tierra natal lo que en él hubo de perecedero, cuanto existió en el Libertador de permanente, de inmarchitable, debe ser encarnado más y más en el cuerpo común de las generaciones.
Hoy, más que nunca, al exaltar su gloria, hagámoslo no sólo con los cánticos triunfales sino también con el rumor jubiloso de la tarea. Pongamos en función, porque este tiempo lo amerita, la memoria. Aprendamos a escuchar su voz en el silencio de las estatuas. Sepamos escucharla, también, dentro de nuestro propio corazón…