Todos los días me pregunto, contemplando desde adentro a esta Argentina tan penosa, cuánto falta para que todo termine aquí en un “big bang” similar al que dio origen al universo. ¿Ocurrirá cuando los fiscales Diego Luciani y Sergio Mola pidan la condena de Cristina Fernández o cuando se emita la sentencia? Sobre todo, mi inquietud se dirige a imaginar cuál será el resultado final y quiénes sobrevivirán a la explosión y lograrán imponer su propia ideología en nuestro país. De ser, durante 150 años, un ejemplo que buscaban imitar todos nuestros vecinos y un imán que atrajo a millones de inmigrantes que huían de las tragedias que enfrentaban en sus naciones de origen, y aquí forjaron una sociedad con enorme movilidad social ascendente, fruto del esfuerzo y del mérito –“m’hijo, el doctor”-, llegamos a este presente que nos duele tanto.
El miércoles, día del Padre de la Patria, la ciudad de Buenos Aires fue, una vez más, un escenario que mostró el descalabro mental que la demagogia produjo por la falta de educación y la falsificación de la realidad y por la vocación clientelista, corrupta y prebendaria de quienes nos gobiernan, sean éstos funcionarios, educadores, empresarios o dirigentes gremiales y sociales. Las simultáneas marchas de la CGT y de la izquierda dura tuvieron un denominador común, expuesto por una foto que se viralizó: un camión-jaula de ganado transportando pobres, que ignoran para qué asisten o contra qué protestan. La central obrera, impedida de enfrentar a un gobierno peronista del cual, al menos teóricamente, forma parte, se vio obligada a realizar contorsiones dialécticas para no inculparlo por la inflación y la pobreza que nos afectan, y sólo agregó confusión al panorama.
El Estado ha gastado, durante 70 años, más dinero que el que tenía y ahora, cuando ya no dispone de crédito externo ni puede aplicar más impuestos a la actividad privada, se enfrenta a una implacable verdad: no se puede hacer populismo sin plata. Ese fenómeno se extenderá, como mínimo, al próximo período presidencial. Quien gane las elecciones tendrá la misma dura pared por delante, con una sociedad que no cesa de quebrarse, con pérdida acelerada del poder adquisitivo del peso, el 50% de la población bajo la línea de pobreza, una legislación laboral retrógrada, un sistema tributario insano y expropiador, el empleo público como sustituto del privado, un altísimo porcentaje de la actividad económica en la informalidad, una Justicia morosa que facilita la impunidad, el narcotráfico rampante y violento, la renacida subversión terrorista y los reclamos territoriales de los pseudo mapuches, etc., etc.
A partir de ahora, no nos será dado recibir buenas noticias, en especial en lo que a tarifas, subsidios y planes sociales se refiere; debemos ser conscientes de la necesidad de asumir que sólo tendremos “sangre, sudor y lágrimas”. Nadie, propio o ajeno, está dispuesto a invertir aquí ni a prestarnos una moneda más por el desastre en que nos hemos convertido. Sin inversiones ni crédito, no podremos generar más alimentos ni energía, no contaremos con las obras indispensables para la explotación racional de nuestros recursos y así economizar las tan escasas divisas, y no podrá crearse empleo genuino; por otra parte, tampoco quienes podrían buscarlo en un mercado tan moderno y competitivo están preparados, porque han perdido la cultura del trabajo y llevan generaciones sin hacerlo.
Debemos -lo hizo Brasil este mismo mes- aplicar una significativa reducción en los impuestos, en especial aquéllos que gravan los combustibles, la energía y los alimentos básicos y, por supuesto, unificar las decenas de tipos de cambio que aquí se aplican; que tantas autorizaciones y permisos dependan de la arbitrariedad de los funcionarios no resulta un factor menor al analizar la corrupción rampante que nos agobia.
Será la calle la que marcará la diferencia. Si, como parece altamente probable, un miembro de la oposición lograra hacerse con el triunfo electoral en 2023, y tal como sucedió con Mauricio Macri, verá encenderse la más cerril violencia. Recuérdese, para confirmarlo, las 17 toneladas de cascotes arrojados cuando se discutió una reforma previsional muchísimo menos lesiva para los jubilados y pensionados que el régimen actual, que tanto los expolia; sin embargo hoy, con un gobierno kirchnerista, esa misma calle guarda un atronador silencio. ¿Qué duda cabe acerca de la autoría intelectual de ese monumental atentado contra la democracia? Esos mismos autores, aún en el fondo de la tabla de posiciones electorales, conservarán intenso poder de fuego, ya que tienen a muchos fieles en altos cargos de la administración pública y disponen de palos necesarios para trabar ruedas.
Por la perpetuación de los eternos mandatarios en las gobernaciones, que incidirá en la elección de los legisladores que representarán a sus feudos, seguramente el próximo Presidente tampoco contará con un Congreso dispuesto a aceptar los indispensables cambios que la República requiere aunque sólo sea para sobrevivir, ya que estará plagado de populistas y estatistas; observemos cómo votó parte de la bancada de Juntos por el Cambio la ley que faculta a las provincias aumentar impuestos y crear nuevos tributos.
En resumen, hagamos el mayor esfuerzo posible para que Alberto Fernández, aunque sea ya sólo una figura decorativa y carente de toda importancia, termine en tiempo y forma su mandato, pero ahorremos para comprar cascos, porque seguramente volverán a llover piedras.