La ciencia, la filosofía y la historia dan cuenta de estudios habidos sobre el individuo y su comportamiento social, que es, esencialmente, un resultado de sus condiciones “naturales” y las mayores o menores oportunidades que tenga a mano para desarrollar su potencial frente a una explosión demográfica fenomenal y lograr un camino posible hacia un bienestar que contemple sus preferencias temporales en un régimen de justicia y libertad.
Para que ello ocurra, la sociedad debería poner en valor el acceso a la educación, una igualdad de oportunidades regida por dicha justicia y la firme convicción de que nada motorizado por intereses sectarios y mezquinos permite obtener resultados positivos de ninguna naturaleza en este mundo.
¿Qué han venido haciendo nuestros gobernantes en ese sentido hasta hoy?
Pues, sencillamente, desarrollar verdaderos antros políticos poblados de inescrupulosos que engrosan supuestos “equipos de trabajo” (léase adocenados) pugnando para echar por tierra conceptos que siempre han regido al respecto de jerarquías “naturales” y prioridades que tarde o temprano dan por tierra con cualquier tipo de falacia doctrinal.
Porque la realidad “real”, termina expulsando siempre las pretensiones de quienes intentan combatirla para favorecer sus intereses personales, evidenciando que existe un poder invisible e inteligente que nos rige, como señala David Hume, “del que no es posible saber si es poder supremo o subordinado; si se limita a un ser o se reparte entre varios; y qué atributos, cualidades, conexiones o principios de acción deben atribuirse a estos seres”.
Nuestro país, un caso paradigmático de involución en el mundo actual, ha descendido hoy a su peor nivel de desorientación, exhibiendo a una sociedad que se debate entre concepciones absurdas sobre la vida comunitaria y una pésima ecuación de convivencia económica, que nos han arrojado a una pobreza sahariana y una subcultura generalizada, donde discutimos sobre el sexo de los ángeles (por decirlo de algún modo), llegando a convertirnos en verdaderos maestros en “creer que el fundamento de lo real es personal como nosotros, no inerte o dinámicamente ciego”, como sugiere Fernando Savater.
Somos víctimas, de tal modo, de una de las intuiciones pioneras del mismo Hume: “existe entre algunos hombres”, dice éste, “una tendencia general a concebir a todos los seres según su propia imagen y a atribuir a todos los objetos aquellas cualidades que les son más familiares y de las que tienen más íntima conciencia”.
“Descubrimos así”, continúa, “caras humanas en la luna, ejércitos en las nubes. Y por una natural inclinación -si ésta no es corregida por la experiencia o la reflexión-, atribuimos malicia o bondad a todas las cosas que nos lastiman o nos agradan luchando para sobrevivir a una depredación que nos ha terminado enfrentando por medio de una guerra de todos contra todos”.
¿Tendremos un resto de sentido común para comprender que en ello se juega la suerte de nuestro futuro, más allá de los créditos circunstanciales del FMI, o la inflación y la inseguridad?
Lo que resulta insólito es que sigamos insistiendo en pedir ayuda a los gobiernos del mundo desarrollado -a quienes criticamos simultáneamente por supuestas autorías solapadas de nuestra decadencia-, mientras continuamos repitiendo los mismos errores de siempre.
Deberíamos escuchar la voz de Descartes y recordar sus palabras al respecto de cuestiones semejantes: “como hombre que anda solo y en las tinieblas, me resolví a caminar tan lentamente y a usar de tanta circunspección en todas las cosas, que, aunque solo avanzase muy poco, por lo menos me preservase de caer”.
A buen entendedor, pocas palabras.