No existe una aprensión tan intensa, una
sensación tan enervante, una idea tan deprimente que sume en la impotencia, como
la que invade nuestra psique cuando pensamos en el significado de la muerte como
tránsito hacia la nada.
El terror a la muerte hace presa del animal sólo cuando éste
presiente su proximidad, su posibilidad, o la inminencia de su final. En cambio
el ser humano, puede representarse la idea de la muerte en cualquier momento.
Este experimentar la sensación de que un día todo va a
terminar, que todo eso que uno es: recuerdos, ideas, gustos, voliciones,
afectos, sentimientos, anhelos, proyectos, ilusiones, van a transformarse en la
nada, es una visión terrible.
Si alguna persona pierde un miembro o queda tullida, la
sensación que le invade es enervante al principio, pero luego, mediante el
mecanismo adaptativo mental, se va superando con el tiempo el choque emocional y
la víctima se resigna con la idea de estar, por lo menos, viva.
Pero cuando uno piensa en que aun eso que uno es como ser
viviente, consciente, el yo íntimo, eso tan preciado, puede dejar de ser por
toda la eternidad, le invade una angustia insoportable.
Estos pensamientos son fugaces en el hombre normal;
generalmente no se piensa en la muerte, porque no se desea pensar en ella.
El horror a la nada es la misma reafirmación del ser que
quiere seguir existiendo, es decir, siendo para sí mismo, o tener conciencia de
sí mismo. El querer seguir siendo para sí, esa repugnancia hacia el no ser, es
la misma tensión psicoexterior que trata de equilibrarse para continuar siendo.
Existimos porque queremos seguir siendo y ese querer es la
pugna por autosostenerse la trama consciente, como la pugna por autosostenerse
que presenta un tejido orgánico, un organismo, una lombriz, por ejemplo, que
presiente el peligro de destrucción de su organismo ante el contacto con un
objeto extraño, o una presión. Mecanismo puramente físico, como el vegetal
sensitivo que experimenta movimiento ante un contacto.
¿Y el psiquismo qué es? Otro mecanismo físico en que
consistimos nosotros mismos, es decir como seres conscientes, ese estado que
somos es energía producida por el tejido cerebral, energía que no entendemos
porque somos eso mismo y no podemos captarnos como energía separada de la fuente
de origen, que son los elementos subatómicos, por cuanto ese estado de
autosostén psíquico que comúnmente se denomina instinto de conservación, en el
hombre, trasladado a la etapa consciente, consiste en un factor de supervivencia
de ese estado consciente.
Pero la horrible idea de la muerte que implica a la nada,
atenta contra ese estado de equilibro psicoexterno y psicointerior, lo hace
vacilar en virtud de su misma condición de consciente, lo entorpece, obstruye y
hace peligrar su autosostenimiento en forma de angustia de desmoralización y
enervamiento del optimismo existencial lindante con la tanatomanía que puede en
algunas personalidades psíquicas superar en intensidad al instinto de
conservación doblegándolo.
Una solución ideal para lograr la escapatoria a esta
situación existencial de peligroso estrés la halló el hombre en su propio
mecanismo mental, creador de fantasía. Y así como para protegerse del mal y
explicar el mundo y la vida creó dioses, también para evadirse de la angustia
existencial creó el alma inmortal mediante una disposición hacia ello
filogenéticamente programada, como resultado residual de innumerables
extinciones de psiquismos inviables que no presentaban esa propensión.
Su yo, su propio mundo psíquico en que cada uno de nosotros
consiste y existe fue transformado de fenómeno físico imponderable y ni siquiera
sospechable, en un ente simple, sin átomos ni forma energética alguna que lo
haga ser.
La inmortalidad surgió como concepto, cuya esencia conceptual
fue atribuida a entidades como los dioses y al propio estado consciente, al yo.
Lo más desconocido de todo: esto es la materia, precisamente
por la carencia de un conocimiento de su esencia y propiedades totales, fue
rechazada como productora de pensamiento.
El concepto de esencia exquisita sobre el psiquismo como el
sentimiento, el amor, la solidaridad, la armonía, la moral, el misticismo, el
sentido poético, musical y estético de la vida, no podían ser meros productos de
la masa bruta que se presenta a los ojos como materia.
La misma ignorancia acerca de lo que es la materia y el mundo
que encierra y sus posibilidades potenciales que hoy nos revela la ciencia
nuclear, hace nacer un concepto concreto sobre algo que se desconoce en su
esencia.
La desconocida materia cobra así un cariz de algo en bruto,
algo sólido, inerte y en contraposición a este concepto, como un polo opuesto
surge otro concepto: el alma, el espíritu, tan equivocado como el anterior
concepto acerca de la materia, pero reconfortante.
El yo, es el sentirse vivo, el poseer conciencia de todo ese
mundo en que uno consiste, la apetencia hacia la existencia. Las expectativas de
nuevas vivencias, quedan separadas de la burda materia y la eternización de ese
ente imaginado, introverso, ofrece seguridad y la repugnancia hacia la nada
queda superada.
La eternización es otro fenómeno concomitante al nacimiento
del concepto de espíritu y aflora como un triunfo de la muerte, pero de eficacia
notoria para el subconsciente que cree veladamente en esa posibilidad, aunque el
individuo se manifieste a veces como escéptico.
Esa fe que se apodera del devoto y la esperanza que puede
permanecer velada en el subconsciente del escéptico, atempera en diversos grados
el horror a la muerte, por lo menos en los momentos en que la vida nos obliga a
pensar fugazmente en ella.
Quizás no cuando el final ya es inminente; allí el terror o
la angustia sin límites pueden hacer presa del individuo, pero mientras no llega
este trance final, la mente supera la angustia aunque sólo sea
subconscientemente y la idea del alma inmortal, aunque aparezca como una simple
sospecha o débil esperanza, permite al psiquismo continuar existiendo, lo
equilibra y libera del peligro de la desazón mientras se está en la etapa útil
para la perpetuación de la vida. Luego será otra cosa, en el trance de la muerte
inminente, aunque la desesperación haga presa del individuo; ya no importa,
porque en general esto ocurre tardíamente, cuando ya se ha reproducido y la
especie humana prosigue su camino gracias a la creencia en el alma inmortal.
El hecho de que algunos como yo, no lo crean, no obsta para
la continuidad del proceso hominal porque son los menos; o se trata de mutantes
que no necesitan creer; o se trata de escépticos que se suicidan, pero son
minorías.
Nace la pregunta: ¿Por qué entonces la humanidad entera no es
el fruto de mutantes que no necesitaron creer? La respuesta viene de inmediato:
porque en una sociedad de seres conscientes, expuestos a experiencias
desagradables, frente a las inseguridades de un entorno tenebroso, sin ciencia
es imposible que se pueda vivir sin aferrarse a creencias. Por ello el mundo
de las creencias es más vasto entre las sociedades primitivas.
Sin embargo, podemos suponer de todos modos que en la
antigüedad también existieron mutantes que no necesitaban creer en el alma
inmortal, a pesar de haber sido ignorantes, pero esta creencia no es una
condición sine qua non para sobrevivir y el que no cree en un espíritu eterno
con seguridad se aferra a otras creencias como a una tabla de salvación. Creerá
en la naturaleza a la que puede conceptuar como sabia, o en sus propias fuerzas
físicas, o en poderes protectores insertos en el Cosmos, pero siempre, aunque
sólo sea subconscientemente creerá en algo. Es decir que si nunca hubiese
aparecido en el psiquismo humano la propensión a creer en la inmortalidad del
alma, no hubiese prosperado ésta en total ausencia de creencia alguna.
De todos modos la disposición nació y se incorporó a la
filogenia, porque sirve para ayudar a existir frente a la sensación deletérea de
la nada existencial.
La reencarnación
Las mismas ansias de aferrarse a la existencia, ese
autosostenerse el equilibrio psíquico mediante la ilusión del alma inmortal en
mancomún con la necesidad de idear algún motivo para existir, concomitan, y de
ambas motivaciones hace su eclosión la idea de la reencarnación.
El espíritu adquiere oportunidades, pues se presupone que el
espíritu es un ente libre que posee oportunidades para elegir y que esa elección
está posibilitada por una libertad absoluta, luego todo depende del uso que se
haga de esa libertad.
De paso, subsiste una motivación existencial El ser existe
(se manifiesta) para perfeccionarse. Se acepta que algo o alguien dispuso un
camino escabroso lleno de obstáculos. El espíritu debe “caminar” por ese
sendero, poner a prueba su libertad absoluta de elección entre el bien y el mal
Una especie de entretenimiento pesaroso. Salida ideal de las tribulaciones,
desgracias, impiedades de la vida que se toman como pruebas para el espíritu.
Ahora bien: ¿qué placer, o qué satisfacción puede
experimentar el supuesto ente creador que dispuso así las cosas, según los
creyentes?
En eso no se piensa. Hay como una proyección mental hacia una
pantalla, hay antropocentrismo. Ahí, en ese ser imaginado creador, en su mismo
sitial, está el hombre proyectado con sus propias motivaciones existenciales.
El hombre se solaza leyendo, oyendo o mirando (teatro,
cinematógrafo, televisión) historias salpicadas de obstáculos para sus
personajes; de lo contrario se carecería de emociones. El hombre traslada su
necesidad de emociones a su deidad creadora y la transforma en un autor y
espectador que urde una novela y vive su propia novela, la novela de la
humanidad donde cada actor, cada habitante del planeta queda librado a su
libertad absoluta para elegir, a fin de brindar emociones a su artífice.
Muchas veces he hablado de la plasticidad de la mente para
crear escapes psíquicos a la realidad traicionera. Ésta es una fuga más de la
fatalidad; esta vida es sólo una prueba. No cabe desfallecer, hay que continuar
hacia delante y el psiquismo, de esta manera, se salva, se equilibra.
Mediante el juego existencial semejante a una carrera de
obstáculos, el ser se elabora merecimientos, posee oportunidades de
perfeccionarse no sólo durante su existencia, sino en varias en que es sometido
a pruebas.
La muerte, en este caso, adquiere un significado de
interrupción breve, casi ni interrupción siquiera, sino un cambio de
oportunidades; la vida, el de una labor, la del perfeccionamiento por etapas, y
el ser se transforma en un ente proyectado hacia el infinito por su esencia
inmortal.
Todo solucionado y explicado: la esencia de la vida,
dificultades, sufrimientos, muerte, motivo existencial. Sanos y neuróticos
pueden hallar en la reencarnación un mundo promisorio lleno de esperanzas donde
se triunfa de las desgracias, sinsabores, del hastío y de la muerte mediante
oportunidades siempre renovadas.
Esta idea entronca con el primitivo animismo de los espíritus
errantes, pero se distancia de aquello por estar razonado, explayado con
asombrosa amplitud en diversas escrituras antiguas y modernas de reciente
factura. Incluso está siendo introducida en el Mundo Occidental, donde estas
ideas suenan a extrañas por el natural psicoambiente que encierra a una nación o
conjunto de naciones o bloques continentales que se mancomunan en una religión
común, a veces por el lenguaje, origen, tradición y cultura, ignorando,
menoscabando, despreciando o manteniéndose indiferentes frente a otros bloques,
como si estos ni siquiera fuesen compuestos por seres humanos.
Es probable que la idea de la reencarnación haya sido
sugerida por el delirio palingnóstico en que la persona cree conocer hechos,
objetos o personas que nunca había visto antes.
Así como hay una tendencia innata a la aceptación de las
leyes, hacia el respeto y acatamiento a la autoridad, aunque esta última esté
equivocada, también hay una aceptación de un estado de cosas supuestamente
establecido para que el individuo recorra un camino de superación de varias
etapas o vidas, ocupando distintos cuerpos por turno.
La ausencia de sentido de la vida apenas sospechada por el
consciente, pero a veces intuida, sobre todo cuando cunde la desazón, cuando
todos los proyectos, obras e ilusiones se derrumban, es contrarrestado, superado
por la ocupación en forjarse una existencia feliz por siempre jamás, ocupación
cara para toda la humanidad, motor que sostiene el vano vivir que al final es
como el que presentan las hormigas que se afanan por construir nidos, trabajar
febrilmente; ¿progresar, para algún día quedar todas ahogadas por alguna
inundación sin siquiera dejar en la región ejemplar alguno para comenzar de
nuevo?
Así también aconteció y acontece con la humanidad. Pensemos
al respecto en las civilizaciones antiguas; egipcios, caldeo-asirios,
babilonios, mayas, aztecas, incas. ¡Cuántas ilusiones, cuántos afanes, confianza
en el futuro, creencias, trabajo, tesón, perseverancia, fe, para construir
colosales ciudades de piedra, monumentos, templos, arte! ¡Cuántas luchas y
sacrificios vanos!
Hoy son sólo recuerdos; muchos de sus proyectos han sido
truncados. Pero mientras existieron esos pueblos, hubo algo que les sostenía el
ánimo: la creencia, la fe en algo.
Si yo tengo fe en que después de mi muerte volveré a existir
en otro cuerpo, esto me sostiene igual que sostenía a los incas la idea de que
su mundo era el único y la ciudad de Cuzco “el ombligo del mundo”, sin
imaginarse que algún día iban a ser reducidos a la nada como pueblo. Si lo
hubieran sabido entonces su voluntad de progresar se hubiese enervado.
Si cada uno de nosotros conociéramos nuestro futuro, las
desgracias que nos esperan, la manera de terminar nuestros días, la cercanía de
la muerte, muy pocos proyectos elaboraríamos. Pero el que no cree en la
reencarnación, cree en su alma inmortal, que seguirá siendo después de la muerte
física y el que no cree en nada de esto, por lo menos cree en sus fuerzas
físicas y mentales que no le abandonarán en sus empresas, de modo que es siempre
la creencia lo que sostiene e inyecta ánimo al ser consciente de los peligros
presentes y futuros.
Pero todo individuo apetece la carne, prefiere verse con
forma material, no se resigna con ser sólo algo incorpóreo, etéreo, que no ocupa
lugar definido alguno y que se halla al mismo tiempo en cualquier parte. El
hombre prefiere verse en un espejo o en el agua reflejado, palparse, contemplar
a los demás y en especial a sus seres queridos; prefiere poseer órganos del
sentido, ver, oír, palpar, oler.
Por eso nace la idea de la reencarnación, el volver a
introducirse lo incorpóreo en un organismo sensible y también por ese motivo
nació el mito-esperanza de la resurrección de los muertos cuando los espíritus
tomarán otra vez cuerpos, carne, huesos, porque, al fin y al cabo, cuesta dejar
eso que se es como organismo para pasar a ser algo puramente incorpóreo, sin
ojos, sin oídos, pues pareciera ser que en ese estado ya no se podría continuar
siendo rodeado de oscuridad y silencio, porque la muerte y la salida del alma
del cuerpo que necesitaba del cerebro para manifestarse, se asemeja
inconscientemente a quedar ciego y sordo, situación desesperante, de ahí que se
apetezca el cuerpo con todos sus sentidos y de ahí las creencias en la
reencarnación y resurrección que son la misma cosa, pues ambas ambicionan la
carne, el volver a ser lo que son, más allá de la muerte.
Ladislao Vadas