Los argentinos que hoy tienen entre 50 y 80 años, más o menos, conocen la historia del país porque la han vivido en carne propia. Quienes hoy tienen menos de 50, apenas cuentan con un relato de lo sucedido antes de que nacieran, pero no por eso se sienten en diferente condición cuando se trata de pensar, y repensar, la clase de país en el que quieren vivir.
La Argentina de hoy no satisface ni en las mínimas necesidades, mucho menos para los sueños que se quieren alcanzar. El país más austral del mundo tocó fondo como nunca, está viviendo la última etapa de una decadencia eterna, un tramo agónico en el que el desgano del 31,8% (promedio) de la población electoralmente habilitada hizo que ni siquiera fueran a votar en las 17 elecciones provinciales realizadas hasta fines de julio de 2023.
Se trata de más de 5,3 millones de votantes que se quedaron en su casa, a los que hay que agregar aquellos que votaron en blanco o promovieron impugnaciones, para mostrar su profunda frustración. Restan 6 provincias que disputarán en las PASO para dirimir las internas partidarias.
El agotamiento es general por una pila de razones: el salario no alcanza, falta trabajo, la informalidad es cada vez más ancha, la inflación está matando a todos, los precios no paran de subir, el valor del peso es cada vez más bajo, imposible planificar la economía del mes, las compras son cada vez más escuálidas, no hay actividad económica visible, el crecimiento se detuvo, el dólar no para de subir, la emisión de papeles color naranja tampoco cesa, la pobreza se incrementa día a día (43%), proliferan quienes duermen en la calle, el delito está desbocado, la inseguridad es irrefrenable, el narcotráfico se triplica sin que el gobierno reconozca el caos y se alarme un poco.
Por los dichos de la vocera presidencial Gabriela Cerruti, el país está muy bien, viene creciendo y los movimientos del dólar “son unos pesitos”, nada más. Ese es el nivel de conciencia que pone de manifiesto el actual poder gubernamental en la Argentina. Es decir, aquí no pasa nada. Y, efectivamente, no pasa nada de nada.
Las últimas reacciones en materia de economía fueron inventar más impuestos, devaluar haciéndose el tonto, errar todo el tiempo, insistir con el castigo al campo, acordar mal con el Fondo Monetario Internacional, además de lanzar discursos incomprensibles con el fin de enfrentar las duras elecciones generales que se le vienen encima.
Las oposiciones están encarnizadas sin distinguir a su verdadero adversario. Algunos exhiben proyectos para una salida, pero explican poco y mal lo que van a hacer realmente. Faltan liderazgos nítidos porque ésta tampoco es una etapa de previsibles surgimientos de hombres o mujeres con el nivel político de excelencia que requiere la crisis de mayor envergadura que se ha registrado en la historia del país. Es lo que hay, una inmensa mediocridad incapaz de extraer de los argentinos una simple mueca de sonrisa.
Al interior de los grupúsculos conformados dentro de las alianzas presentadas se revela un peligroso entretenimiento cuyo foco principal apunta a las vivarachas respuestas de ocasión hacia los contrincantes. Como en las peleas de barrio no se dejan pasar ni una, típica gilada argenta de un conjunto de dirigentes -de ambos lados de una grieta desahuciada-, más preocupados en dar el zarpazo final que en ofrecer posibilidades concretas de resolución de los conflictos reales, que son muchos y demasiado grandes.
Ahora ya todos saben que la Argentina ocupa los peores lugares de los rankings mundiales en cuestiones económicas y de niveles democráticos. Más abajo no se puede estar. Sin embargo, persisten las actitudes adolescentes de retruques perennes, convencidos de que es inminente la última batalla campal. Sobrepasan con creces la expectativa de sus compatriotas acerca de la recuperación y el resurgimiento de la Argentina que tanto se necesita.
En el mientras tanto, la población en general los ignora porque está harta de los bajos niveles que pone de manifiesto el manejo de la política de cabotaje, de la falta de una voz potente que marque con claridad un rumbo hacia una meta prometedora respecto de la dignidad perdida frente al mundo.
Se despliega entre los 47 millones de argentinos una vergüenza nacional inocultable por las sucesivas pérdidas de identidad, mérito y capacidad para ponerlos de pie, sacarlos de la hondura perversa en que se los ha sumido desde la recuperación de la democracia. Los diferentes gobiernos que tomaron el timón de la barcaza argentina, ya muy floja por los desmanes de la última dictadura militar, produjeron apenas algunos momentos de holgura -tramposa, por supuesto- y decenas de fracasos por la puja falaz entre ideologías berretas y fallutas.
En la actualidad se reflotan confrontaciones estériles entre presuntas derechas e izquierdas, cuando en realidad las peleas de fondo siempre fueron y son, estrictamente, por la mayor tajada de la torta del poder. Extrañamente, y como si faltara algo más, el liberalismo hizo su ingreso delirante al ring con discursos éticos insostenibles.
La ética y la moral no son precisamente abundantes en el país, de tanta corrupción que circula desde los más altos niveles de gobierno hasta la última línea de las bases populares. Muchos moralistas, sin importar a qué alianza o partido pertenezcan, han vivido o viven de la teta del Estado. Los más osados fueron protagonistas de enormes hechos de corrupción y hasta fueron condenados, pero los hay también bordeando las líneas grises de negocios no reconocidos o sueldos abultados en un conchabo estatal.
Cruje el sistema democrático argentino, al igual que en otros países latinoamericanos; se han perdido las mínimas normas de convivencia, la Constitución Nacional y las provinciales son incumplidas o modificadas “a piacere” para beneficios personales. El funcionamiento del aparato estatal se encuentra en extrema fragilidad luego de ser tomado por asalto para beneficio de unos pocos. El Estado, así como está, no les sirve a los argentinos; está fundido por donde se lo mire. El Poder Ejecutivo Nacional ha perdido, como en 2001, su don de autoridad máxima, menoscabada por la pésima experiencia de una bicefalía caprichosa y torturante. El Congreso de la Nación ha dejado de funcionar en tal magnitud que es incapaz de derogar una simple ley de alquileres y aprobar otra más equitativa en su reemplazo. El Poder Judicial se mantiene como una planta deshidratada sostenida por un palito para no caerse.
Por las malas praxis económicas Argentina ha perdido el valor de su moneda, no vale nada. Las producciones agropecuarias e industriales tienden a detenerse, exportar es un martirio y las importaciones fueron jaqueadas con los nuevos impuestos. El pueblo argentino soporta la presión de 180 impuestos fiscales, de los cuales solo unos 10 son justificables. Los productores, los empleados formales e informales deben trabajar medio año para mantener al Estado y “ganar” -es un decir- en el semestre siguiente.
Es mala señal cuando 80 empresas multinacionales eligen irse del país porque ya no soportan las reglas de juego cambiantes e impredecibles. La fuga contenta a las izquierdas y al populismo, los únicos que nunca aprenderán cómo funciona la economía de un país, los únicos que sueñan con reemplazar al capitalismo con un socialismo o comunismo que no ha dado resultado ni siquiera en China.
La educación argentina se arrastra por el piso, las nuevas generaciones carecerán de la formación necesaria por la estupidez de una ideología empeñada en fabricar mentes ignorantes. Ignorantes te quieren, ignorantes te necesitan para doblegar a un país entero. La base sustancial del crecimiento de una nación está en la educación, y si esa base es endeble, el país será también endeble.
No hay futuro para la Nación. En el ranking mundial Singapur se ubicó en primer lugar, seguido por Hong Kong y Corea del Sur. Entre los 76 países evaluados, Argentina ocupa el puesto 62, Brasil el 60, Colombia el 67 y Perú el 71. Que la región sea pareja es un consuelo de tontos.
La inseguridad interna está cobrando un status de gran peligrosidad, alentada por la injerencia del narcotráfico que no se combatió en los últimos cuatro años. Se dejó hacer, con o sin intención, los controles no funcionaron en Rosario ni en ningún otro lugar. La negligencia se pagará cara, más temprano que tarde.
La política exterior argentina brilla por su ausencia, por su falta de rumbo, por la ineficacia en el manejo de los vínculos y las relaciones internacionales. Algunos políticos que fungen como embajadores cometen torpezas solo explicables por el balurdo mental que les generan ideas de izquierda, innecesarias en el ámbito diplomático. En el peor de los casos se entregan con pitos y cadenas al poderío chino, incorporándose a las filas del Partido Comunista local como cuadros activos. Sin embargo, también hacen pingües negocios que no se revelan oficialmente.
Como se ve, el embrollo es monumental, difícil de salir de él. Las elecciones presidenciales, legislativas y municipales se realizan el 22 de octubre de este año. Deberían surgir esperanzas en el electorado, quizás para un cambio de dirección posible, una de esas transformaciones esperadas desde hace décadas. No obstante, la apatía es general, al punto que la mayoría de la gente no sabe a quién votar, no sabe si irá a votar, y tampoco conoce bien a los candidatos porque la clase política se encargó de alimentar la confusión.
Competirán 27 fórmulas presidenciales, se elegirán 24 senadores nacionales y 130 diputados nacionales. Ya se eligió una parte de los intendentes y concejales para los 2.171 municipios; en octubre lo hará el resto. En cada provincia se eligieron, y se elegirán, los gobernadores y vicegobernadores de cada provincia, así como también los miembros de sus respectivas legislaturas.
El hecho de que se respeten las elecciones generales es un buen síntoma para la reconstrucción del sistema democrático de la República Argentina. Sin proscripciones ni avasallamientos contra los opositores, como en Venezuela o Cuba, el acto eleccionario da fe de que no está todo perdido.
Por eso, en el dramático panorama trazado, queda una luz de esperanza, pero para que todo comience a transformarse hace falta lo más esencial de la democracia: que los habitantes de este bendito suelo vayan a votar.
Votar es la herramienta indispensable para gritar la disconformidad, confirmar los proyectos personales, y ejercer el mejor derecho con el que cuentan los ciudadanos de un país que no se rinde, pese a todo.