La lógica del peronismo es francamente sorprendente. Puede valerse de las mismas variables para impulsar o rechazar lo que le conviene o lo que no le conviene. Lo hace delante de todos, a cara descubierta. Es más, pone enjundia en la defensa de sus argumentos sin que le importe en lo más mínimo las groserías que desnuda.
Es el caso de la Tía Kelly, la inconcebible ministra de Trabajo de un presidente inconcebible de un gobierno inconcebible. La Tía dijo, con una soltura total, que “había que aggiornar la legislación” que establece la cantidad de horas semanales de trabajo porque la vigente “es del ‘29” y es “muy antigua” y “quedó desactualizada frente a los avances tecnológicos” que, en otros países han llevado los límites semanales de trabajo a 40 horas o, en algunos casos a 36.
Se trata de argumentos atendibles cuando uno mira el estado del mundo. El pequeño problema es que el peronismo al que pertenece la Tía descentró el eje de la Tierra alrededor del cual gira la Argentina desde los años ’40: el peronismo puso al país en una elipsis que lo devolvió a la prehistoria.
Sin embargo, parece que a la hora de juzgar esa vetustez la Tía se borra: la antigüedad de las leyes que mantienen en 48 las horas semanales de trabajo son, para el peronismo, un escándalo del paleolítico; pero las normas laborales que Perón importó en los ’40 de la Carta del Lavoro del fascismo italiano parecen ser la última creación del Chatbot GPT.
A raíz del imperio de esas normas, justamente, la Argentina involucionó económicamente y destruyó su ritmo de desarrollo. Ese ritmo -que de haber continuado probablemente habría llevado a la Argentina a niveles de desarrollo similares a los que la Tía ve hoy en otros países que han reducido su carga laboral semanal- es el que produce los avances tecnológicos que, eventualmente, pueden, efectivamente, hacer factible una jornada laboral más corta.
Es más, ese desarrollo es en general más compatible con reglas completamente libres que permitan a los agentes económicos arreglar sus vínculos de acuerdo a sus propias conveniencias mutuas generando así, por ejemplo, trabajo remoto, descansos extendidos compensados con jornadas continuas o la formación de equipos de trabajo que actúan en diferentes países bajo husos horarios, costumbres y normativas completamente distintas.
Esa flexibilidad le ha dado al mundo desarrollado una competitividad tal que le permitió multiplicar su productividad, abaratar los precios de bienes y servicios y, al mismo tiempo y gracias a eso, elevar la condición social de los empleados.
Pero cuando alguien propone arremeter contra la estructura legal peronista, justamente por antigua, por desactualizada y porque refleja la condición laboral del mundo de hace 80 años pero no la de hoy, no: eso no se toca porque permitirlo sería ir en contra “de los derechos de los trabajadores”.
Lo que ocurre es que “los derechos de los trabajadores” “petrificaron” a la Argentina en la década del ’40. Es como si el Capitán Frío hubiera regado con su soplo congelador toda la actividad productiva del país y la hubiera inmovilizado a como estaba hace 8 décadas.
Y es justamente por eso por lo que la Argentina no alcanzó el grado de desarrollo que hoy le habría permitido discutir una baja de la carga laboral semanal.
Esta parábola la podríamos bautizar como “La Paradoja de la Tía Kelly” porque, curiosamente, el peronismo que ella profesa le impidió a la Argentina alcanzar la productividad moderna que, eventualmente, podría haber abierto el debate que ella reclama sobre la extensión de la jornada laboral: la “modernidad” que reclama la Tía la impide la propia “antigüedad” que el peronismo (al que pertenece la Tía) se niega a derogar.
Un ejemplo cercano de esta misma cuestión lo tuvimos en los tiempos de la pandemia. Si bien las modalidades de trabajo remoto ya venían practicándose con bastante éxito, resultó obvio que frente a semejante dificultad se multiplicaran exponencialmente.
¿Qué hizo el peronismo entonces? Impulsar y aprobar una ley de “teletrabajo” que, como estaba cantado, arruinó el teletrabajo. Las regulaciones hicieron más dificultoso y, sobre todo, más caro operar de esa manera y, si bien la fuerza de los hechos hizo que no haya una vuelta atrás, las condiciones operativas se modificaron con perjuicio para todos los que trabajan de ese modo.
Es decir, la regla no falla: el peronismo despliega sus alas en el derecho laboral y el trabajo y la productividad disminuyen.
Es más, en algunos casos el peronismo ha logrado que la jornada laboral se reduzca a cero porque de hecho sus iniciativas han destruido negocios, fábricas y emprendimientos que ahora ya no trabajan 48 horas por semana: trabajan 0. Quizás sea ese el desiderátum que buscaban.
El problema es que, en el fondo, su aspiración de máxima es que la carga horaria de trabajo sea 0 y el ingreso 1000, un propósito tan utópico como aquello que “detrás de cada necesidad hay un derecho”.
Cualquier país (no solo la Argentina) está en posición de discutir eventualmente la cantidad de horas máximas semanales que se puede trabajar cuando su nivel de afluencia alcanzó una magnitud tal que los excedentes permiten la consideración de un aflojamiento de las exigencias.
Pero cuando la escasez es la norma, la pobreza el denominador común y la miseria la moneda corriente, lo primero que debería discutir un país es cómo aumentar la productividad general para empezar a reducir esos niveles de oprobio. Y si eso es lo que indica el sentido común en cualquier lugar, lo debería indicar aún más en la Argentina en donde la legislación impulsada por el propio partido que quiere reducir la jornada de trabajo es la que llevó al país a morder el polvo de las penurias, que se refleja hoy en el hecho de que casi la mitad del país es pobre
Incluso los países que tienen (o que han discutido) jornadas laborales menores tienen un nivel de rigor profesional al lado del cual la chantada argentina francamente alarma.
Entonces, Tía, con todo cariño, no se puede poner el carro delante del caballo: desarme primero la maraña legal peronista que destruyó el trabajo en la Argentina y luego, cuando esa nueva liberalidad haya elevado el nivel de vida de todos, sugiera la posibilidad de trabajar menos o con una rotación horaria más eficiente.
Pero mientras los dinosaurios fascistas de los ’40 sigan vigentes la carga horaria de trabajo no bajará porque lo disponga una ley: bajará hasta que no quede nada porque sus leyes asfixiaron a todos los que querían ganar el pan con el sudor de su frente. Tal vez allí alcance el climax en el que las horas de trabajo semanal ya no sean 48 ni 40, ni 36. Serán cero.