La candidata presidencial de Juntos por el Cambio, Patricia Bullrich, enfrenta un fenómeno que nunca antes se había producido en la Argentina. Una elección de tercios, o de cuartos, como suele corregir Raúl Timerman, porque sumados los que no votan a los que lo hacen en blanco o impugnan su voto, representan una porción casi idéntica a las otras tres, de electores habilitados.
Pero además, sus rivales, si bien aliados entre sí, y con la idea de la subyacencia de oscuros pactos no solamente políticos, sino también económicos y quién sabe de qué otro tipo aún más espurio, representan dos modelos totalmente diferentes, cada uno con una identidad definida. Y tal cosa obliga a la postulante a debatir en dos frentes con argumentos totalmente distintos.
Raúl Alfonsín enfrentó en 1983 a la derecha peronista. Triunfante con ayuda del genocida gobierno de facto, contra la pretendida izquierda del mismo movimiento, el poder sindical y filosindical controlaba al Partido Justicialista. El viejo líder radical solo debió concentrarse en confrontar con ese discurso, ya retrógrado y agotado. Carlos Menem en 1989 tuvo como adversario un solo enemigo: el lápiz rojo de Eduardo Angeloz. Si bien fue una época de crecimiento para la UCeDé de Álvaro Alsogaray, su destino no se perfilaba mucho más allá de ser una tercera fuerza medianamente potente, pero no disputaba el poder.
Fernando De la Rúa, por su parte, tenía del otro lado a un peronismo desbordado de corrupción. Bastaba mantener un discurso económico conservador respecto al plan vigente, y pararse como la opción honesta de la política. No había tercero en discordia.
Luego, Néstor Kirchner sí tuvo más de un rival con posibilidades, pero los dos que lo combatían tenían discurso similar: Menem y Ricardo López Murphy, compartían una postura liberal de la economía, uno con antecedentes corruptos y otro con un halo de honestidad; pero discursivamente Kirchner necesitaba un solo enfoque para combatir a ambos.
Cristina Kirchner por su lado, tuvo casi, una pelea solitaria. Venció a Elisa Carrio sin atenuantes en 2007 y a Hermes Binner por paliza en 2011; ni siquiera necesitó confrontar. Luego, Mauricio Macri dio una pelea frontal y directa con el kirchnerismo, y a Alberto Fernández le bastó con la disconformidad social con el gobierno de Macri; ningún tercero competitivo a la vista.
El kirchnerismo es una asociación ilícita. Un grupo de personas que arribaron al poder con el solo fin de enriquecerse y, además, andar de joda. Han cubierto ese fin evidente con la retórica clásica del populismo de izquierda, y están dispuestos a repartir fondos que no hay para ganar la elección, destrozando el futuro, pero manteniendo el poder. Usan el Estado para desfalcarlo, y también para generarse negocios. Cuando un político se asocia con popes del juego, es porque les ha facilitado alguna regulación. Cuando lo financia algún narco es porque, al menos, ha mirado para otro lado para favorecer la actividad.
Es decir, o le roban al Estado haciéndole pagar, por ejemplo, US$20 millones para elaborar viviendas que valen US$2 millones, le hacen pagar al erario público los otros US$18 millones que se dividen entre sus bolsillos y los de las empresas concesionarias; o utilizan al Estado para negocios que no salen de fondos públicos, pero que son nocivos para la sociedad, porque facilitan la comisión de actividades ilícitas.
Sin embargo, hay un sector amplio de la sociedad que perfectamente consciente de estas actividades los vota de todos modos. No hay forma de ignorarlo, nadie puede decir que no lo sabe o desmentirlo. Lo tienen claro y lo votan igual. Tal vez, hay un cuarto de la población que, de algún modo, esta relacionado con esas actividades. O perciben fondos estatales y temen perder esa posibilidad, o integran una empresa prebendaria que se beneficia de este tipo de gobiernos. Parece una demasía, pero es una posibilidad.
Por otro lado, se erige otra opción. Claramente construida por el propio peronismo, con fondos, dirigentes y apoyo mediático. Pero con una narrativa totalmente diferente, un populismo de derecha. Anti-Estado en cualquiera de sus formas. Un colegio que no es rentable se cierra. Una obra que no deja ganancias no se hace. Reivindica a los dictadores de los ’70 y ’80. Insulta, agrede, se postula moral y estéticamente (¿?) superior, arma grupos de jóvenes violentos que amenazan a quienes piensan diferente, exhibe una misoginia inesperada en estos tiempos, trata a quienes eligen opciones sexuales por fuera de lo tradicional como discapacitados.
En apariencia, algo totalmente opuesto al kirchnerismo, aunque en los oscuros túneles de la política haya entre ambos una alianza sellada a fuego.
El elector que se inclina por esta opción no teme que todo se destruya, cree que las instituciones no dan respuesta y deben perecer; no han padecido el autoritarismo y la persecución y no valoran la posibilidad de que tal cosa pueda existir. En muchos casos piensan que las mujeres deben estar sometidas a los hombres en todo aspecto y se sienten cómodos imponiendo sus ideas por la fuerza.
Entonces, Bullrich debe dar la batalla retórica en dos frentes que aparentan ser opuestos, y ambos parecen tener un núcleo duro de fanáticos inexpugnable de entre el 25% y el 30% de los sufragios. Por ende, la candidata “del cambio con institucionalidad” solo puede tener como objetivo político a las personas razonables que no apuntan a beneficiarse del Estado.
Y ese elector suele ser más volátil. En muchos casos medita su voto hasta el último día; se lo sitúa en las encuestas como “indeciso”. Dependiendo su estado de ánimo, se enoja y piensa que lo mejor es romper todo, o quiere cambiar, pero con lógica, equipos y proyección de futuro. Pero solamente en él se puede recostar Bullrich.
Ese es el contexto socio electoral. Único, particularísimo, como jamás había ocurrido, y a eso deberá sobreponerse Patricia, porque es la única opción para salir de la asociación ilícita, sin hundir al país en un caos de violencia y destrucción.
En algún punto, enfrenta un desafío fundacional como el de Alfonsín, y su victoria es la única posibilidad de llevar a la Argentina a una camino de crecimiento en un contexto medianamente sano, erradicando las mafias existentes, sin cambiarlas por otras mafias imprevisibles y a la vez disparatadas. Puede decirse que pesa sobre ella la responsabilidad de salvarnos a nosotros, de nosotros mismos. Le sobra paño para dar la pelea: “Si no es todo, es nada”.